Los humanos podemos estudiar con objetividad cualquier fenómeno de la Naturaleza excepto a nuestra propia especie.
Estaremos de acuerdo en que nuestro cerebro realiza funciones muy sofisticadas. No sé si estaremos tan de acuerdo en que la cosa pierde claridad si nos ponemos a pensar que ese juicio lo está haciendo el mismo cerebro que se analiza a sí mismo.
En otras palabras, cualquiera de nuestras opiniones está creada, confeccionada, producida por este órgano tan preciado, el que a su vez tiene que desdoblarse cuando opina sobre él mismo.
Con ese procesador neuronal podemos observar a los demás seres vivos con relativa objetividad, pero cuando nos observamos a los humanos esa objetividad se contamina, pierde distancia óptima, se torna subjetiva.
Podemos llegar a decir que los humanos somos tan mamíferos como los demás integrantes de esta clase zoológica (monos, vacas, perros), pero tenemos dificultades para llegar a la esencia del asunto, precisamente por esa falta de objetividad mencionada más arriba.
El núcleo de este artículo está en que nosotros podemos decir que un gato es su cuerpo, el gato es su cuerpo mismo, pero en el caso nuestro no podemos, e inevitablemente terminamos diciendo que los humanos tenemos un cuerpo, pero no podemos decir que somos un cuerpo.
Las culturas occidentales tienen entre sus leyes una norma muy antigua que se denomina genéricamente hábeas corpus, por la cual ningún ciudadano puede estar más de unas pocas horas privado de libertad sin que se le expliqué por qué fue detenido (por la policía, por ejemplo).
Si me permiten una traducción libre y con mentalidad hispanoparlante, la expresión hábeas corpus, significaría algo así como «Acá tienes tus pertenencias» refiriéndose nada menos que al cuerpo.
En suma: Nuestro cerebro no percibe que somos un cuerpo sino que él tiene un cuerpo.
(Este es el Artículo Nº 132)
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