sábado, 9 de febrero de 2013

La necesidad de sufrir



 
Algunas mujeres cultivan el sufrimiento, incluso uniéndose a un hombre proclive al sadismo.

Es muy ingenuo suponer que las personas tienen sexo por amor, como un gesto de cariño, como algo que debe hacerse para calmar ciertas tensiones que sin alivio generan malhumor, irritabilidad, mal carácter.

Si bien estos motivos pueden existir, los que producen los mayores montos de excitación son bien distintos y no tienen nada que ver con el famoso libro “El matrimonio perfecto”, escrito en 1926 por el ginecólogo holandés Theodoor Hendrik van de Velde (1873 - 1937), y cuya lectura les fue prohibida a los fieles de la Iglesia Católica porque, según parece, «la ignorancia es la madre de todas las virtudes».

Lo que mueve la máquina de gozar corporalmente (incluida la psiquis), son fantasías que pueden no llegar a ser imaginadas.

Los seres humanos somos una especie más imperfecta que las demás porque somos más débiles que el resto de los animales.

La debilidad nos obliga a buscar soluciones con menos escrúpulos, más agresividad, cayendo una y otra vez en conductas reprobables, pero claro, los humanos poseemos los dos defectos que peor se complementan: somos débiles y queremos aparentar que somos fuertes. Tenemos mucho para mejorar.

Ser débiles también nos expone a que las peores acciones contra otros (humanos y no humanos) puedan justificarse como «en defensa propia», porque como digo, somos los más débiles.

El principal recurso para compensar nuestra debilidad es la fantasías, la imaginación, la mentira, la teatralización, el disimulo, aparentar.

Tan tremendas son nuestras ideas que hasta nos producen miedo a quienes las inventamos.

Las mujeres siempre han aparentado ser las más débiles y para compensarse suelen apelar, en mayor medida que los varones, a victimizarse, quejarse, flagelarse, auto-culparse, convertirse en mártires, a veces usando a un hombre capaz de golpearlas.

(Este es el Artículo Nº 1.797)

La venganza del recién nacido




Un niño que no se sintió bien tratado en su primera infancia puede generar un adulto que se vengue de toda la sociedad.

No merece mucha fundamentación asegurar que los seres humanos somos vengativos.

Se dice que la gran revolución filosófica que propuso Cristo tenía algo que ver con este espíritu vengativo que engalana la psiquis de los humanos, generalmente tan orgullosos de su especie, capaces de despreciar a otras porque son tan estúpidas que no se toman venganzas terribles contra quienes las perjudicamos.

Un conocido soberano de Babilonia (Hammurabi – 1792-1750 antes de Cristo) creó un código en el que se estipulaba la normativa según la cual, «Ojo por ojo y diente por diente». Me refiero a la Ley del Talión.

Es increíble que en pleno siglo 21 se sostenga que esta Ley era cruel cuando no faltan respetables ciudadanos que son capaces de matar a quien intente robarle su vehículo.

La Ley del Talión no es otra cosa que la obligatoria proporcionalidad que se les exige a quienes actualmente se defiendan de cualquier ataque. Según esta Ley del Talión del actual siglo 21, sería esperable que si alguien roba tu vehículo, tú le exijas una indemnización similar al valor del bien y no mil veces mayor.

Y ahora me aparto solo aparentemente del tema.

La condición vengativa de los seres humanos podría ser la causa de que unas primeras experiencias de vida con la madre o quien hagas las veces, genere conductas agresivas inexplicables sin contar con el concepto “venganza”.

Si una madre tiene la particularidad de hacer esperar a su hijo, exponiéndolo a fuertes dolores por hambre, incertidumbre de abandono, angustia, porque ignora sus llantos de hambre, soledad, frío o falta de higiene, sería lógico que ese niño se vengue de todos nosotros pues fuimos representados por ella.

(Este es el Artículo Nº 1.774)

Los otros sentidos y los otros sentimientos




Nunca me gustaron los perros, excepto en fotografías.

Así es que, con más de 40 años, vine a caer en una trampa del destino: Mi hermana, que me cuidó con una devoción imposible de igualar cuando estuve 28 días internado con algo que parecía cáncer, pero que un día se fue sin dejar rastros, tuvo que viajar urgentemente a otro país y no tenía con quién dejar a su perra, Dulcinea.

No podía creer que justo a mí fuera a pasarme algo así. Hasta último momento estuve esperando otra solución mágica como la del supuesto cáncer. Soñaba con que ella me llamaría para decirme: «Joselo, quédate tranquilo que no tengo que viajar. Igual te agradezco tu buena voluntad».

Esa llamada nunca llegó y tuve que mudarme a su apartamento para cuidar a Dulcinea.

El escáner olfativo que me practicó me pareció repugnante. Me sentí vejado por una manada del malvivientes en el subte de Corea del Norte.

Mi hermana no sabía de mi fobia a los perros, pero Dulcinea fue de lo primero que se enteró y alguna constancia guardó en sus registros.

Traté de poner mi mejor cara para que mi hermana se fuera tranquila, sobre todo por su perra. Asumo que en la vida de ella yo era alguien de menor tamaño afectivo que el animalito. Así son las cosas, conmigo y con todos quienes tienen estos familiares de otra especie.

Me senté en un sillón individual del comedor a mirar a Dulcinea, como si esa fuera la postura que tendríamos ambos hasta que volviera la dueña de casa.

La perra me miraba a mí y yo miraba a la perra.

Por ahí levantó una oreja, vaya uno a saber por qué. Luego levantó la cabeza. Emitió un ronquido casi inaudible, pero enseguida retomó la postura anterior.

Comencé a mirar menos televisión porque esa postura ante Dulcinea me parecía más interesante.

A los seis días me di cuenta que algo había cambiado en mí, cuando al abrir la canilla del lavatorio, sentí el olor del agua. Cuando fui a desayunar una taza de café, también sentí el ahora muy intenso olor del azúcar... a pesar del aún más fuerte olor del café.

Cuando habían pasado once días de convivencia, sentía el olor del hierro debajo de la pintura, el perfume de alguien que utilizaba el ascensor y el pestilente comienzo de los vehículos madrugadores que circulaban 23 pisos más abajo de donde estábamos.

Por fin llegó mi hermana y cuando la vi la olí. Era el primer ser humano que veía desde que se había ido. Su olor me produjo un sentimiento de amor que me provocó lágrimas.

El regreso a mi casa lo hice en un túnel de olores y sentimientos que no pude procesar porque parecía que una mano enorme amasaba mis emociones con la violencia de un panadero contrariado.

Antes de entrar a mi casa, sentí el olor de mamá. Me di cuenta que la odiaba y que le tuve fobia a los perros para no reconocerlo, para no reconocer que la odiaba.

(Este es el Artículo Nº 1.791)

Sobre el orgullo de ser humano




Quizá el orgullo sea una gran usina de fracasos en tanto dedicamos nuestra valiosa energía a cultivarlo y a defenderlo.

Yo no creo en una cantidad de cosas pero creo en otras tan indemostrables como las anteriores.

Desde mi punto de vista el marxismo es una ideología que promueve las actitudes narcisistas, pedantes y vanidosas de los ser humano.

Por esto mismo creo que los adherentes a esa ideología, nos califican de seres inferiores a quienes no comulgamos con los partidos políticos que lo toman como núcleo ideológico y filosófico.

Todos los marxistas son, por definición, de izquierda y si los observamos sin mucho detenimiento, notaremos que ellos se creen los mejores, los más honestos, los más solidarios.

Claro que cuando ascienden a los máximos cargos gubernamentales, no hace falta que pase mucho tiempo sin que nos demos cuenta que son tan inteligentes como los derechistas, tan deshonestos como cualquier ser humano una vez que conoce cómo ser corrupto sin morir en el intento, y la solidaridad termina cuando los ricos a quienes depredan, se quedan sin la capacidad contributiva de la que dependen estos filántropos con recursos ajenos.

El orgullo de ser de nuestra especie es tan tonto como el orgullo de ser varón o mujer, o el orgullo de ser de izquierda o de derecha. Lo que no corresponde es el mismo orgullo.

Trato de averiguar por qué nuestras riquezas se reparten de forma tan despareja y hoy le tocó el turno al «orgullo de ser» que algunos humanos tienen, creyéndose superiores a otras especies, otras culturas, otras ideologías.

Es probable que las personas que se detienen demasiado tiempo en defender su orgullo, gastan toda la energía en algo tan superfluo como son el lujo, la conciencia de clase, la intolerancia, el adorar a, o sentirse un, Dios.

(Este es el Artículo Nº 1.772)

Ya podemos horrorizarnos menos




Quizá ya no necesitemos el horror al incesto, ni el horror a la poligamia, ni tener tantos hijos para conservar la especie.

La humanidad se ha adaptado a las necesidades de la conservación de la especie en forma continua.

Al observar la prosperidad de nuestra especie, manifestada porque ya somos siete mil millones de ejemplares, podemos concluir con bastante seguridad que «hemos hecho las cosas bien» pues, nuestra única misión (1) de conservar la especie, está siendo cumplida satisfactoriamente.

Este éxito no significa que no podamos haberlo hecho mejor, con menos costos en vidas humanas, en deterioros del ecosistema, en otros daños colaterales evitables.

Cuando digo «otros daños colaterales» estoy pensando en aquellas soluciones que se siguen aplicando aún después haber desaparecido los motivos que le dieron origen.

Según postulo en varios artículos, la prohibición del incesto (2) se impuso para que los humanos vieran dificultada la satisfacción del deseo sexual más inmediato y precoz, precisamente para potenciar el impulso reproductivo que gestara más ejemplares de la especie.

Esta prohibición perdió importancia cuando el peligro de extinguirnos como especie ha bajado tranquilizadoramente.

Con el mismo propósito de imponernos normas culturales que potenciaran nuestro impulso reproductivo, en casi todos los pueblos existe la tradición de unirnos varones con mujeres en matrimonios monogámicos.

Entiendo que los seres humanos, al igual que los demás mamíferos, somos polígamos porque la copulación fecundante no necesitamos que siempre ocurra entre las mismas personas (horror al matrimonio abierto).

Lo que propongo pensar es que la prohibición de satisfacer nuestros deseos poligámicos ha dado lugar a que el deseo de amar a muchas personas se haya trasladado a tener muchos hijos para no tener muchos amantes.

Quizá ya no necesitemos el horror al incesto, ni el horror a la poligamia, ni tener tantos hijos para conservar la especie.

   
Otras menciones del concepto «poligamia»:

     
(Este es el Artículo Nº 1.794)