domingo, 7 de julio de 2013

La extorsión religiosa



 
Algunas interrogantes inútiles que segrega nuestra mente nos exponen a ser extorsionados con amenazas religiosas que terminan acobardándonos.

La palabra «extorsión» suena mal. Una de las definiciones que nos da el Diccionario de la Real Academia Española (1), dice:

«Presión que, mediante amenazas, se ejerce sobre alguien para obligarle a obrar en determinado sentido».

Una amenaza es un delito. Más concretamente y apelando al mismo Diccionario (2):

«Delito consistente en intimidar a alguien con el anuncio de la provocación de un mal grave para él o su familia.»

Desde mi punto de vista esto es lo que hacen las religiones y algunos fieles voluntariosos: extorsionar y amenazar.

Los humanos tenemos varios puntos débiles. Podría llegar a decir que son contados con los dedos de una mano los puntos fuertes.

Por algún motivo desconocido, a nuestra mente se le ocurre que tenemos que saber asuntos tales como «¿para qué nacemos?», «¿qué será de nosotros después de morir?», «¿cuál fue el origen del Universo?».

Estas interrogantes, y su correspondiente angustia, son nuestras principales vulnerabilidades.

Cuando abrimos una interrogante hacemos algo muy parecido a lo que nos pasa cuando tenemos una herida abierta: todos los agentes patógenos que desearían colonizarnos para explotarnos se cuelan por esa «ventana» desprotegida.

Puesto que todo haría indicar que «el hombre es lobo del hombre», es decir, que nos atacamos dentro de nuestra propia especie, nuestras heridas abiertas son esas interrogantes cuya respuesta no serviría para nada pero que la ausencia de una respuesta convincente nos expone a que algunos agentes patógenos de nuestra propia especie se aprovechen y, mediante engaño, amenazas y extorsión, nos terminen convenciendo de que somos culpables de haber nacido, por ser hijos de Adán y Eva, por tener pensamientos pecaminosos y que nuestro destino será torturante si no obedecemos a los religiosos chantajistas.

   
(Este es el Artículo Nº 1.942)

La monogamia y el desestimulo por no competir



 
Propongo pensar que la monogamia es tan desestimulante que empobrece nuestro desempeño en todos los órdenes.

Los humanos disponemos de diferente cantidad de energía, tanto sea para realizar tareas físicas como para hacer tareas intelectuales.

Esa diferente cantidad de energía depende de condiciones naturales que nos hayan tocado en suerte como de cuán estimulante sea la tarea.

Una tarea divertida puede demorar significativamente nuestras primeras sensaciones de fatiga, mientras que una tarea aburridora puede reducirnos esa resistencia a la mitad.

Los expertos en la administración de recursos humanos dedican mucha «energía» y tiempo a encontrar formas de aumentar el rendimiento de nuestras horas de trabajo, generalmente mediante estímulos ingeniosos.

Para ello tienen que saber primero qué estimula a los humanos y para explicárselo han escrito varias bibliotecas con teorías muy interesantes para quienes nos sentimos «estimulados» por la condición humana.

Reconozco que saber de nuestra especie es algo que me estimula tanto que estudio durante muchas horas sin cansarme.

Algo que parece estimularnos a los humanos es la competencia, tanto propia como ajena. Nos gusta participar en aquellas competencias donde tenemos chance de ganar y nos gusta observar la competencia de otros que practican una competencia en la que no tendríamos chances de ganar.

Indirectamente la libre competencia en los mercados hace que los agentes económicos aumenten su energía, su pasión por ganar, redoblen sus esfuerzos por hacer lo mejor al más bajo precio.

Los fabricantes y comerciantes que participan en un mercado donde se practique la libre competencia disponen de más energía que los que participan en mercados regulados, con precios únicos.

Peor aún, nadie hace nada cuando alguna comercialización o fabricación está monopolizada. Los monopolios son radicalmente desestimulantes.

Propongo pensar que la monogamia es tan desestimulante que empobrece nuestro desempeño en todos los órdenes (vitalidad, laboriosidad, creatividad).

(Este es el Artículo Nº 1.914)

No tenemos fuerza para aceptar que somos débiles



 
Nuestra especie es la más vulnerable entre los mamíferos. Por ser tan débiles no tenemos fuerza para aceptar que somos débiles.

El humano es un animalito muy débil, vulnerable, al que no le alcanzan los nueve meses de gestación para nacer tan autosuficiente como los demás mamíferos.

Por causa de estas características de la especie somos inevitablemente inseguros; por causa de esta inseguridad somos cobardes, y por ser tan cobardes somos mentirosos y traidores.

En otras palabras, somos como somos, ni buenos ni malos, aunque por ser tan débiles necesitamos clasificar la realidad en «buena» y «mala» atendiendo a cuánto peligro nos expone.

En esencia, «bueno» significa poco amenazante y «malo» significa muy amenazante.

Claro que, como nos cansamos con facilidad, nuestra diferenciación entre «bueno» y «malo» se resuelve simplemente por «me gusta» o «no me gusta», con lo cual simplificamos los juicios y con resultados aceptables porque por suerte nuestro gusto parece haber sido diseñado para que nos guste lo que nos hace bien y nos disguste lo que nos hace mal.

Sin embargo, la cultura, esto es, la naturaleza alternativa, la naturaleza remodelada según el discernimiento de esta especie tan débil y vulnerable, suele discrepar con lo que dice la naturaleza original, de tal forma que muchos agentes de cambio (médicos, políticos, empresarios, publicistas), logran influir sobre muchos de nosotros convenciéndonos que el gusto humano no es confiable y que lo que nos gusta es en realidad malo, tóxico, engorda.

Por ese motivo nuestra calidad de vida desciende pues tenemos que trabajar más horas por día para comprar esas soluciones alternativas a lo que la Naturaleza podría ofrecernos a muy bajo costo (alimentos, materiales para vestirnos, para construir viviendas y utensilios, medicamentos, bebidas, diversiones, adicciones).

En suma: Por ser débiles no tenemos fuerza para aceptar que somos débiles.

(Este es el Artículo Nº 1.929)

Los supermercados y la ambición natural




Comprar en los supermercados constituye un verdadero placer porque nos remonta a nuestros orígenes como especie y podemos sentirnos naturalmente ambiciosos.

La palabra «merodear» significa «Vagar por las inmediaciones de algún lugar, en general con malos fines» (1).

Por su parte la palabra «ambición», además de significar «Deseo ardiente de conseguir poder, riquezas, dignidades o fama» (2), quería decir en su origen «merodear».

Recapitulando, cuando hablamos de que alguien es ambicioso, estamos queriendo significar que es alguien que vaga por ahí con malas intenciones.

Si fuera cierto lo que vemos en las películas documentales sobre la conducta de los animales podríamos pensar que todos hacemos lo mismo para obtener lo que necesitamos, especialmente la comida.

Por esto quizá no sea desacertado decir que todos somos ambiciosos, aunque es posible determinar que algunos ejemplares son más ambiciosos que otros, es decir, que algunos seres humanos acostumbran merodear con malas intenciones más que otros.

Ya hace muchos años que los comercios con autoservicio, por ejemplo, supermercados, se han popularizado pues a los consumidores nos gusta esa forma de comprar.

Si nos agrada es porque en alguna forma encontramos satisfecho un gusto natural. Esta satisfacción equivale a sentirnos cómodos con esa modalidad.

La distribución de las estanterías, góndolas, escaparates, vidrieras, hace que para encontrar lo que buscamos tengamos que «merodear», es decir, dar vueltas, recorrer, vagar por las inmediaciones.

También nos complace estar en un ambiente de abundancia, donde no solo encontremos el producto que buscamos sino que también encontramos variedades de ese mismo producto. Quizá la sensación de abundancia nos permite evocar épocas de auge, de paraíso e inclusive de una madre con senos grandes que nunca nos dejó con hambre.

Por estos motivos, y seguramente por muchos otros, comprar en los supermercados constituye un verdadero placer que nos remonta a nuestros orígenes.

   
(Este es el Artículo Nº 1.908)