sábado, 17 de julio de 2010

La voluntad de obedecer bajo amenaza

Es posible decir que «voluntad», es la disposición, la energía, la dedicación a realizar algo no placentero.

Cuando lo que hacemos es divertido (mirar televisión, jugar con naipes, practicar un deporte), la disposición a la actividad, al esfuerzo, a correr riesgos, está provocada por el afán de disfrutar.

Como nuestra única misión en la vida es conservarnos y conservar la especie, el instinto que nos determina (gobierna, organiza, tiraniza) es el de conservación.

En nuestro lenguaje, usamos la palabra «naturaleza» para designar algo tan genérico, abarcativo e inespecífico, que podríamos decir que no significa casi nada.

Si tuviera que precisar qué es la «naturaleza», tendría que decir que es «la realidad», «las cosas como son», «todo, incluyéndonos».

Con estas pocas ideas imprecisas, quiero prologar la idea central de este artículo.

La «voluntad», es la disposición para hacer algo no placentero, impuesto por nuestro instinto de conservación, que en última instancia, forma parte de la naturaleza.

Para resumir el párrafo precedente, digo: «la voluntad es un fenómeno natural».

Cuando le pedimos a alguien que haga un esfuerzo de voluntad, le estamos pidiendo que se preocupe por algo que no le interesa, que actúe en contra de su naturaleza, en definitiva, que obedezca como un animal del trabajo.

Los motivos por los que un animal de trabajo o un semejante nos obedecen, surgen porque, al darles la orden (pedirles el esfuerzo de voluntad para que hagan algo que nos interesa a nosotros pero no a ellos), de alguna manera estamos excitándoles (al animal y al semejante) el instinto de conservación.

A los animales de trabajo se los golpea, se los pincha, se los amenaza y a los semejantes también (enojo, recriminación, insulto, privación).

En suma: pedir a otro un esfuerzo de voluntad, es siempre amenazante o inútil.

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sábado, 10 de julio de 2010

El señor Mesías González

En un artículo publicado hace unos días con el título El sol es color blanco les comento que la forma humana de percibir la realidad no es más que eso: nuestra forma de ver, oír o gustar. De ahí a que la realidad sea como la registramos puede haber una gran distancia.

Un defecto mental que nos impone esta esclavitud a nuestros precarios instrumentos perceptivos tiene que ver con la idea de principio y fin.

Como nuestro pensamiento armoniza todos sus contenidos, parece que no podemos suponer que algo carezca de un principio por la sencilla razón de que nosotros tenemos un nacimiento. Nuestra mente parece que sólo puede pensar así: «Si yo tengo un principio y un fin (porque nací y moriré), entonces el universo tiene que tener un principio y un fin».

De manera similar, como fui concebido por mamá y papá, entonces todo tuvo que tener (por lo menos) un creador. Como este pan que estoy comiendo fue amasado por alguien, entonces el universo fue construido por alguien también.

A partir de esta humanización de la realidad construimos cadenas de causas-y-efectos que pueden llevarnos a diversas conclusiones.

Como una de las maneras que tenemos de revisar la validez de nuestro funcionamiento mental consiste en consultar con otros sobre qué opina de nuestras reflexiones, es muy probable que el otro ser humano nos diga que está de acuerdo y a partir de ahí la hipótesis se convierte en verdad (descubrimiento).

Otro ejemplo clásico de la humanización de la realidad que hacemos se refiere a los motivos por los cuales algo sucede.

Cada vez que hacemos algo tenemos un propósito razonable, inteligente o caprichoso. Por lo tanto a la pregunta ¿para qué viene al mundo? pueden corresponderle respuestas del tipo: «para cumplir una misión divina»; «para que mi alma se perfeccione en sucesivas reencarnaciones»; «para algo importante pero estoy averiguando qué».

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