domingo, 26 de enero de 2014

Un juicio justo es imposible


Cuando intentamos juzgar con objetividad y ponderación solo comparamos el objeto o persona juzgada con nuestra propia imagen idealizada.

Vamos a suponer que todos queremos ser equilibrados, justos, ponderados,  moderados, equitativos, ecuánimes, imparciales, razonables, justicieros, neutrales, objetivos.

Todos queremos ser equilibrados, etc., pero ¿podemos? ¿Nuestra naturaleza nos permite tener esa característica?

Mi respuesta es negativa, es decir: los seres humanos no podemos ser equilibrados, etc.

¿En qué me baso para ser tan pesimista? Me baso en el siguiente razonamiento:

Para poder hacer un juicio es preciso valorar los datos a favor y en contra del objeto o de la persona sometidos a juicio.

El instinto de conservación que nos gobierna distorsiona nuestra capacidad de valorar pues sobrevalora los peligros y casi ignora lo no peligroso.

En otras palabras: cuando intentamos pesar dos datos, uno a favor y otro en contra, aunque ambos pesen un gramo nuestro intelecto entenderá que lo peligroso pesa un kilo y que lo no peligroso no pesa nada.

Somos incapaces de juzgar con equilibrio porque todas las evaluaciones cuantitativas terminan alteradas por sus rasgos cualitativos.

El pobre intelecto tiende a suponer, con desmesurado optimismo, que podemos ser objetivos, neutrales, razonables, pero no, no podemos.

La naturaleza nos fabricó instalándonos mecanismos de conservación del individuo y de la especie que ignoran las ideas y opiniones que podamos tener. La Naturaleza se parece a un tren bala, en el que los pasajeros pueden hacer y pensar lo que deseen sin que por eso el vehículo se detenga, cambie su dirección o deje de llegar al destino que tiene programado.

Cuando criticamos o juzgamos a otros solo imaginamos ser objetivos, equilibrados y justos. Cuando intentamos juzgar con objetividad y ponderación solo comparamos el objeto o persona juzgada con nuestra propia imagen idealizada y no con nuestra propia imagen real.

(Este es el Artículo Nº 2.117)


Las oficinas nómadas


La movilidad del sector servicios está permitida porque los teléfonos celulares inteligentes funcionan como una oficina que va donde hay trabajo.

En nuestra especie algunos son nómadas y otros son sedentarios. Algunos se desplazan casi continuamente y otros viven siempre en el mismo sitio.

Los humanos somos una especie particularmente vulnerable, demoramos muchos años en ser adultos autosustentables, pero estamos bien compensados por una elevada capacidad adaptativa. La mayoría de las especies solo habitan ciertas zonas del planeta, nosotros habitamos en casi cualquiera.

En las culturas hispanas hemos tenido una fuerte tendencia a establecernos definitivamente en algún lugar y también nos gusta poseer un terreno en exclusividad. El sueño de la casa propia es una característica muy difundida.

Sin embargo, la fijedad del domicilio está cediendo paso a un progresivo nomadismo y el sueño de la casa propia ahora comienza a verse como la opción de pasar toda la vida pagando una hipoteca.

Los economistas identifican tres sectores de la economía: el primario, dedicado a la producción agropecuaria; el secundario, dedicado a la producción industrial y el terciario, dedicado a proveer servicios.

Tanto el primario como el secundario solo pueden ser ejercidos en régimen de sedentarismo. Los agricultores y los industriales poseen establecimientos inmuebles. Sin embargo, el sector terciario depende menos de una locación fija.

Paulatinamente, los empresarios agropecuarios y los empresarios industriales son cada vez menos porque es una práctica habitual que se fusionen hasta formar grandes corporaciones multinacionales. Por el contrario, el sector servicios funciona muy bien organizado en pequeñas empresas, que agrupan a pocos trabajadores, sin descartar las unipersonales, en las que cada individuo es su propia empresa.

Los trabajadores del sector servicios, —gracias a las prestaciones de los teléfonos celulares inteligentes—, ahora pueden desplazarse con su oficina a cuestas y migrar hacia donde encuentran trabajo.

(Este es el Artículo Nº 2.096)


Fin del estímulo político a la virilidad

  
Los varones adultos que fueron educados en el culto a la virilidad homofóbica hoy se sienten desorientados.

No es tan fácil saber si lo que deseamos está indicado por la Naturaleza o por la Cultura.

Ésta se impone con tal rigor que a veces sus dictados prevalecen sobre los dictados de la Naturaleza, es decir: a veces la cultura logra torcer nuestra forma de ser natural.

Por ejemplo, es muy probable que los humanos seamos mucho menos eróticos e interesados en la sexualidad de lo que aparentamos.

La cultura está diseñada por los mismos humanos y por eso sus normas responden a intereses muy diferentes a los que pudiera tener la naturaleza.

Por ejemplo, si los humanos deciden matarse masivamente porque unos quieren apoderarse del terreno que otros ocupan, entonces los humanos tendrán que inventar algún procedimiento para recuperar esos ejemplares de la especie que murieron prematuramente. Si no lo hicieran, la especie entera correría riesgo de extinguirse.

Para estimular artificialmente la generación de nuevos ejemplares que vengan a remplazar a los soldados que murieron en las guerras invasoras, muy probablemente se alentó a que los varones demostraran su virilidad teniendo muchos hijos.

En condiciones normales, en condiciones naturales, no sería necesario tener que demostrar la virilidad, así como tampoco es necesario demostrar que respiramos o que digerimos lo que ingerimos.

Dentro de la política de estimular la reproducción que estoy imaginando, la homosexualidad se convirtió en un pecado religioso, en una traición, en una vergüenza, en una enfermedad repudiable. En suma: como política de estado se estableció la homofobia.

En este momento (cursa 2013) muchos varones, que fueron educados en la ideología del culto propagandístico a la virilidad anti-homosexual se sienten confundidos porque las políticas de estímulo a la reproducción dejaron de funcionar y la homosexualidad natural es tolerada.

(Este es el Artículo Nº 2.112)


La envidia es instintiva


Podemos envidiar ventajas no económicas (salud, belleza, éxito social). Estas envidias son padecidas por semejanza con la perturbadora injusticia distributiva.

Estamos en 2013. Este año ocurrieron, en Venezuela primero y en Argentina después, saqueos a comercios perpetrados por ciudadanos comunes.

Los periodistas se hacen una orgía con estas noticias tan escandalosas, alarmantes, trágicas.

Los psicólogos también nos hacemos una fiesta.

Quizá la perversidad de los periodistas y de los psicólogos no sea tan grave (¿me estaré dando ánimo?, ¿querré silenciar mi autocrítica?).

Los acontecimientos realmente ocurrieron y todo haría pensar que ninguno de los dos profesionales (periodistas y psicólogos) contribuyó directamente al caos.

Hay muchas cosas para decir desde la psicología, pero la única que me parece un poco novedosa, porque casi nadie la menciona, nos comprende a toda la especie y no solo a quienes participaron en los actos vandálicos.

La frase que resume este diagnóstico dice: «Los ciudadanos honestos robamos cuando no existen razones para no robar».

Lo digo de otro modo: «Saquearemos siempre que sea posible».

De esta aseveración se deduce que la naturaleza humana contiene la vocación de apoderarnos de lo que a otros les sobra y a nosotros nos falta.

Por lo tanto, los humanos somos económicamente socialistas por naturaleza, excepto que alguien nos lo impida con el suficiente poder disuasivo.

Lo que llamamos envidia es en realidad la irritante percepción subjetiva de que se está transgrediendo una ley natural: la de que nadie tenga bienes de más.

La envidia es, entonces, el sentimiento de injusticia distributiva vivido individualmente por cada ciudadanos que observa cómo otros tienen mayores posesiones que él.

Si esto fuera cierto, también podemos envidiar ventajas no económicas, como por ejemplo la salud, la belleza, la cantidad de amigos. Pero estas envidias son padecidas por simple semejanza con la perturbadora injusticia distributiva.

(Este es el Artículo Nº 2.091)


Animales según la ley


La violencia contra la mujer es una consecuencia de su incapacidad legal para abortar.

Es muy difícil hacer justicia en un colectivo caracterizado por la incoherencia entre las normas de convivencia (legislación) y las leyes naturales.

Cuando la naturaleza impone al ser humano un instinto y la cultura legisla en su contra, nos enfrentamos a una flagrante contravención. La ley cultural se vuelve naturalmente ilegal.

Razones de fuerza mayor nos imponen que estos desajustes hayan existido, existan y estemos haciendo todo lo posible para que nunca dejen de existir.

Parecería ser que todas las normas que prohíban el daño físico, (herida, mutilación, muerte), a un semejante cuentan con el aval de la naturaleza en cuanto a que esa legislación corrobora la conservación de la especie y del individuo.

Sin embargo las normas sobre la propiedad privada convalidan un conflicto que tiene la naturaleza consigo misma: los individuos queremos tener el derecho a ser dueños de todo lo que necesitamos pero no respetamos ese mismo derecho en otras personas.

El caso más dramático es el de la mujer embarazada que desea abortar: ciertas corrientes filosóficas, compuestas por personas, (predominantemente masculinas), que aman su derecho a la propiedad privada, aplican su poder político para que esas mujeres no hagan uso del derecho natural que deberían tener sobre su propio cuerpo.

Pero esta nefasta cancelación de un derecho tan fundamental tiene otras consecuencias.

La violencia que se ejerce sobre las mujeres se debe a que la sociedad, al prohibir que ellas puedan abortar, les está faltando el respeto, las está convirtiendo en seres humanos de segunda categoría, en animales destinados a la reproducción.

¿Quiénes son los abusadores, golpeadores y violadores que perseguimos y castigamos? Aquellos que, al igual que los moralistas, tampoco ven en ellas a personas sino a animales manoseables, castigables, fornicables.

(Este es el Artículo Nº 2.107)


La sexualidad obligatoria

  
Un varón, en relación monógama, se excita con múltiples extímulos eróticos. Su compañera se siente obligada a copular sin ganas.

Si dependiera de mí, trataría de que no hayan personas con una calidad de vida económicamente indigna (sin lo esencial para satisfacer las necesidades y deseos básicos).

Si dependiera de mí, trataría de que hombres y mujeres pudiéramos entendernos más como para no tener tantos desencuentros evitables.

Todos los días escribo artículos sobre la pobreza y sobre los sentimientos. Este es uno de ellos.

Una premisa que parece verdadera es que, anatómicamente y psicológicamente, hombres y mujeres somos muy distintos.

Otra premisa confiable dice que las mujeres, cuando están ovulando, entran en celo y aumentan su deseo de copular. Como ellas no pueden hacerlo con cualquier macho (como parecen hacerlo el resto de las mamíferas), excitan al señor elegido para hacer el amor con él.

Otra premisa dice que ellos responden a casi cualquier convocatoria femenina, tanto sea de su compañera habitual como de otras que lo seduzcan y también, ¡pobres y confundidos varones! con cualquier hembra que ellos imaginen que trata de seducirlos.

Es así que él puede sentirse estimulado sexualmente por alguien que lo mira en la calle, en el lugar de trabajo, en el lugar de estudio, en el cine, en la televisión.

Efectivamente, la sensibilidad receptiva de los varones es parte de la eficacia de la naturaleza para conservar la especie humana. Ellos se erotizan mirando indiscriminadamente piernas, glúteos, senos, caras, cabelleras, formas de andar, cinturas, caderas, vestidos, perfumes.

La estructura monogámica es la principal causante de los desacuerdo más atroces. Él se excita sexualmente, pero como no puede tener sexo con la fuente de excitación (mujeres que andan por ahí, imágenes eróticas, televisión), acude a su compañera monogámicamente obligatoria, quien no siempre lo recibe complacida.

(Este es el Artículo Nº 2.100)