domingo, 4 de noviembre de 2012

Las verdades obligatorias



   
Estamos obligados a creer lo mismo que creen quienes nos ayudan a sobrevivir a pesar de lo vulnerables que somos.

Lo poco que aceptamos del nazismo es una frase que se le atribuye al ministro de propaganda del régimen, Paul Joseph Goebbels, que dice: «Una mentira repetida mil veces se convierte en verdad».

Es casi seguro que todos tenemos al nacer fuertes vínculos con las leyes naturales. Quizá en esa primera etapa, nuestra condición animal es más pura.

Aún en ese período somos únicos porque no parece cierto que seamos, como algunos creen, una especie de hoja en blanco sobre la cual la cultura irá escribiendo sus reclamos, normas, exigencias.

Quizá seamos una hoja en blanco pero no igual a las demás. Nuestra dotación genética quizá sea tan exclusiva como las huellas digitales o como el diseño del iris.

Lo que podría denominarse «hoja en blanco» es nuestra particular habilidad para aprender, para adquirir un carácter, una personalidad, una forma de ser característica.

La adaptación al medio es una cuestión de vida o muerte porque somos la especie más vulnerable, cuyos ejemplares nacemos más prematuramente (con menor desarrollo corporal). Esta debilidad es un factor predisponente muy severo para que nuestro cuerpo se adapte rápidamente al ambiente.

Una necesidad urgente es la de ser amados por quienes nos cuidan (familia, sociedad).

Ni la familia ni la sociedad aman a cualquiera por el simple hecho de ser consanguíneo o de la misma raza. Estos factores colaboran en la aceptación pero tendremos que poner mucho de nosotros mismos para que ese amor imprescindible se consolide.

Por esta necesidad de ser amados por nuestro grupo de pertenencia es que para cada uno terminan convirtiéndose en «verdad» aquellas «mentiras» en las que creen nuestros allegados.

Tenemos prohibido comprobar si nuestros protectores están en lo cierto.

Nota: la imagen muestra un par de zapatos de niño pequeño con los colores del Club Atlético Peñarol, de Uruguay.

(Este es el Artículo Nº 1.736)

Por qué los padres se separan

   
La mujer desea ser fecundada por un determinado varón y no otro, pero eso no asegura que también desee convivir con él.

En otros artículos he propuesto que el modelo reproductivo de los humanos comienza cuando la mujer está ovulando y busca a un varón que la fecunde. Este varón no es cualquiera sino aquel que su instinto le indique que será el mejor proveedor genético para mejorar la especie (1).

A partir de estas determinaciones instintivas (el momento de la ovulación y un determinado varón), los acontecimientos seguirán los caminos impuestos por cada cultura (noviazgo, convivencia, casamiento). Al final de este recorrido, embarazo mediante, tendremos otro ejemplar recién nacido.

Si esta descripción fuera correcta, vemos que la pareja reproductiva no realiza actos voluntarios sino que obedece a los instintos: ella convocando a un determinado varón y él entregándole el semen que la fecundará.

Sin embargo no actuamos exclusivamente siguiendo los mandatos naturales sino que la cultura funciona como si fuera una segunda naturaleza, distorsionando nuestros actos.

Efectivamente la naturaleza no reclama que existan uniones matrimoniales sino que simplemente impone el fenómeno reproductivo. Es la imposición cultural la que nos indica que debemos unirnos, vivir en una misma vivienda, inscribir a los hijos en un determinado registros y cosas por el estilo.

Creo que esta interpretación de los hechos es la que nos permite entender por qué los humanos solemos separarnos después de haber tenido uno o más hijos. Sistemáticamente encontramos que aquel maravilloso sentimiento que los llevó a prometerse amor eterno tuvo una vigencia mucho más corta de lo deseado.

Quizá en esta misma descripción encontremos la respuesta: la convivencia difiere mucho del acto reproductivo. Una vez que ella siente que ha sido fecundada por el varón que el instinto le indicó, su interés por él puede continuar o no.

(1) Algunas menciones del concepto «las mujeres eligen a los varones»:

         
(Este es el Artículo Nº 1.737)


Nuestros anhelos de convencer a todos



   
Quienes fundamentamos nuestros gustos personales (opiniones) nunca podremos modificar la forma de sentir de quienes nos escuchan, pero lo desearíamos.

En un futuro quizá no tan lejano, la gente comentará: «Hace unas décadas, era normal que se dedicara mucho tiempo a fundamentar con argumentos racionales los gustos personales».

No sería extraño que también se diga: «Los medios de comunicación de aquella época facturaban mucho dinero por concepto de publicidad en audiciones donde algunos participantes polemizaban, a veces con gran pasión, sobre por qué motivos lógicos pensaban lo que pensaban».

Por supuesto que no es mi fuerte adivinar el futuro pero yo no escapo a esta inútil tarea de fundamentar (1) por qué estoy a favor de la despenalización del aborto aprobada por el parlamento uruguayo en octubre de 2012.

Ninguno de mis argumentos es tan válido como para cambiar la forma de sentir de otros. Tampoco son válidos los argumentos que pueda decir cualquier otro ser humano. La opinión sobre este y otros temas es algo muy personal que, en todo caso está en sintonía con todo el cuerpo y no con algún tipo de lógica particularmente más valioso que las demás.

Lo que en todo caso podemos hacer es exponer algunos argumentos para exhibir, mostrar, hacer conocer, cómo funciona nuestra cabeza, para que los demás puedan decir: «José es muy inteligente», «María es muy humanitaria», «Pedro es un religioso devoto», «Magdalena piensa como la mayoría».

Sin embargo, la exposición pública de los argumentos que fundamentan nuestra forma de pensar, no tiene como motivo principal darnos a conocer sino crear un orden universal; lo que pretendemos es legislar; aspiramos a que toda la especie caiga de rodillas ante nuestra lógica incuestionable, aplastadoramente convincente, poseedora de una fuerza tan invencible que al escucharla nuestros interlocutores queden de boca abierta, admirándonos subyugados.

             
(Este es el Artículo Nº 1.735)

El castigo de recibir dinero

   
Algunas personas pueden pensar que, si el dinero puede ser dilapidado, quizá nos esté «lapidando» cuando lo recibimos.

Según nuestro Diccionario de la Real Academia Española, el vocablo «dilapidar» significa «Malgastar los bienes propios, o los que alguien tiene a su cargo» (1).

Parece lógico pensar que una mala opinión sobre el dinero colabora para que tratemos de no poseerlo. En caso extremo, hasta podríamos pensar que esa mercancía (el dinero) es diabólica, perversa, perniciosa.

También podríamos pensar que, bajo su apariencia amigable (porque nos permite satisfacer algunas necesidades y deseos), se esconde un fetiche que atrae a la mala suerte, que la seducción que genera en algunas personas (avaras, ambiciosas, envidiosas), los conduce inevitablemente a las peores desgracias.

Los efectos que el dinero produce en la psiquis son suficiente evidencia como para pensar en que posee poderes mágicos de incalculable y nefasto poder.

Algunas novelas están basadas en el efecto alienante que se produce en algunas sectas, en las que algún inescrupuloso y carismático personaje (simbolizando al dinero), induce en las personas que lo siguen una especie de idolatría, es decir, un amor excesivo y vehemente de muy mal pronóstico.

Aunque el vocablo «dilapidar» puede aludir a varios bienes que se malgastan, es especialmente adecuado para referir al despilfarro de dinero.

Las hipótesis sobre la etimología del verbo «dilapidar» no son concluyentes, pero es generalmente aceptado decir que alude claramente al desprecio con que se tiran (arrojan, desechan) las piedras, quizá por su abundancia en ciertas zonas del planeta.

Es muy popular aquel desafío de Cristo cuando les dijo a quienes estaban dispuestos a condenar a una adúltera, «el que esté libre de pecado que tire la primera piedra».

Algunas personas pueden pensar que, si el dinero puede ser dilapidado, quizá nos esté «lapidando» (apedreando, castigando) cuando lo recibimos.

 
(Este es el Artículo Nº 1.712)


Rentabilizar el egoísmo y la envidia

   
Criticar la condición humana es tan inútil como criticar los fenómenos naturales adversos (lluvia, frío, viento).

En otro artículo (1) utilicé dos narraciones clásicas, de esas que pretenden dejarnos alguna enseñanza, algún consejo y hasta instalarnos algún tipo de adoctrinamiento sobre cómo deberíamos ser: la historia de las cucharas de mango largo y la historia del perro del hortelano.

La conclusión final del mencionado artículo, dice textualmente: « El egoísmo de la envidia es el sentimiento que anima a estos personajes que no ayudan a los demás aunque podrían hacerlo».

También en otro artículo (2) les decía textualmente: «... no son los objetos ni las situaciones las que se envidian sino el bienestar que parece tener quien goza de esos objetos o situaciones».

En general las enseñanzas que refieren al egoísmo y a la envidia parecen tener por objetivo demonizar estos dos sentimientos, insistiendo sobre la conveniencia de no envidiar y no ser egoístas.

Dichas enseñanzas tienen el mismo objetivo que tendría una propaganda oficial destinada a estimular a los ciudadanos para que paguen puntualmente todos los impuestos.

Esta propaganda contendría frases tales como: «no sean egoístas, paguen todos los impuestos»; «abandonen esa resistencia a colaborar con el Estado»; «la mezquindad de los ciudadanos es la única causa de la ineficiencia de los gobernantes».

Por el contrario, la propaganda que necesitamos es aquella que nos ayude (enseñe) a convivir con el natural egoísmo de nuestros vecinos y de nuestros gobernantes.

En otras palabras, más que darnos consejos para que abandonemos el egoísmo y la envidia, rasgos infaltables en nuestra especie, necesitamos saber cómo responder a los efectos indeseables que esas características podrían causarnos.

Criticar la condición humana es tan inútil como criticar los fenómenos naturales adversos (lluvia, frío, viento).

Conclusión: ¡rentabilicemos el egoísmo y la envidia!