La mujer desea ser fecundada por un determinado
varón y no otro, pero eso no asegura que también desee convivir con él.
En otros artículos he propuesto
que el modelo reproductivo de los humanos comienza cuando la mujer está
ovulando y busca a un varón que la fecunde. Este varón no es cualquiera sino
aquel que su instinto le indique que será el mejor proveedor genético para
mejorar la especie (1).
A partir de estas
determinaciones instintivas (el momento de la ovulación y un determinado
varón), los acontecimientos seguirán los caminos impuestos por cada cultura
(noviazgo, convivencia, casamiento). Al final de este recorrido, embarazo
mediante, tendremos otro ejemplar recién nacido.
Si esta descripción fuera
correcta, vemos que la pareja reproductiva no realiza actos voluntarios sino
que obedece a los instintos: ella convocando a un determinado varón y él
entregándole el semen que la fecundará.
Sin embargo no actuamos
exclusivamente siguiendo los mandatos naturales sino que la cultura funciona
como si fuera una segunda naturaleza, distorsionando nuestros actos.
Efectivamente la naturaleza no
reclama que existan uniones matrimoniales sino que simplemente impone el
fenómeno reproductivo. Es la imposición cultural la que nos indica que debemos
unirnos, vivir en una misma vivienda, inscribir a los hijos en un determinado
registros y cosas por el estilo.
Creo que esta interpretación
de los hechos es la que nos permite entender por qué los humanos solemos
separarnos después de haber tenido uno o más hijos. Sistemáticamente
encontramos que aquel maravilloso sentimiento que los llevó a prometerse amor
eterno tuvo una vigencia mucho más corta de lo deseado.
Quizá en esta misma
descripción encontremos la respuesta: la convivencia difiere mucho del acto
reproductivo. Una vez que ella siente que ha sido fecundada por el varón que el
instinto le indicó, su interés por él puede continuar o no.
(1) Algunas
menciones del concepto «las mujeres eligen a los varones»:
(Este es el Artículo Nº 1.737)
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