Quienes fundamentamos nuestros gustos personales (opiniones) nunca podremos modificar la forma de sentir de quienes nos escuchan, pero lo desearíamos.
En un futuro quizá no tan
lejano, la gente comentará: «Hace unas décadas, era normal que se
dedicara mucho tiempo a fundamentar con argumentos racionales los gustos
personales».
No sería extraño que también
se diga: «Los medios de comunicación de aquella época facturaban mucho dinero por
concepto de publicidad en audiciones donde algunos participantes polemizaban, a
veces con gran pasión, sobre por qué motivos lógicos pensaban lo que pensaban».
Por supuesto que no es mi fuerte adivinar el futuro pero yo no escapo a
esta inútil tarea de fundamentar (1) por qué estoy a favor de la
despenalización del aborto aprobada por el parlamento uruguayo en octubre de
2012.
Ninguno de mis argumentos es tan válido como para cambiar la forma de
sentir de otros. Tampoco son válidos los argumentos que pueda decir cualquier
otro ser humano. La opinión sobre este y otros temas es algo muy personal que,
en todo caso está en sintonía con todo el cuerpo y no con algún tipo de lógica
particularmente más valioso que las demás.
Lo que en todo caso podemos hacer es exponer algunos argumentos para
exhibir, mostrar, hacer conocer, cómo funciona nuestra cabeza, para que los
demás puedan decir: «José es muy inteligente», «María es muy humanitaria»,
«Pedro es un religioso devoto», «Magdalena piensa como la mayoría».
Sin embargo, la exposición pública de los argumentos que fundamentan
nuestra forma de pensar, no tiene como motivo principal darnos a conocer sino
crear un orden universal; lo que pretendemos es legislar; aspiramos a que toda
la especie caiga de rodillas ante nuestra lógica incuestionable,
aplastadoramente convincente, poseedora de una fuerza tan invencible que al
escucharla nuestros interlocutores queden de boca abierta, admirándonos
subyugados.
(Este es el Artículo Nº 1.735)
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