miércoles, 3 de octubre de 2012

El amor mercantil



   
El «amor romántico» es el modelo de la relación abusiva, en la que alguien quiere recibir mucho a cambio de nada.

En un breve monólogo (1) les decía que el amor romántico es una forma de irresponsabilidad, una manera muy humana de lavarse las manos para recibir lo más entregando lo menos, para beneficiarnos de un vínculo falso, con rasgos infantiles.

El D.R.A.E. no define qué es el «amor romántico», pero sí define qué es el «amor platónico» (2), informándonos que refiere al amor «idealizado y sin relación sexual».

Por lo tanto, podemos decir que el «amor romántico» es igual al «amor platónico» más el «intercambio sexual».

Cuando hablamos de «intercambio sexual» estamos hablando de la actividad re-productiva... sin olvidar que la mayor parte de las veces la realizamos utilizando barreras anticonceptivas por razones generalmente económicas, puesto que nuestra realidad material nos impide criar satisfactoriamente muchos hijos.

Como vemos están apareciendo elementos económicos porque el «intercambio sexual» alude a intercambio económico (trueque, compra-venta) y cuando mencionamos la re-producción estamos aludiendo a la producción.

Nuestra tendencia a realizar el menor esfuerzo (3) mezclada con un discurso moral altruista, generoso, honesto, filantrópico, responsable, dadivoso y solidario, da como resultado la tan desprestigiada hipocresía, puesto que el impulso genuino de nuestra especie dista mucho de acompañar estas pretensiones culturales.

Por esta cadena de razonamientos nos acercamos al eje de este artículo: el «amor romántico» es un modelo de hipocresía porque su lógica consiste en manejar ideas abstractas, ideales, fantasiosas, como para que cada uno pueda obtener del otro la mayor ventaja entregándole lo menos posible.

El discurso podría ser: «Te amo porque eres maravillosa, tú trabajas más que yo porque eres omnipotente y yo (contribuyo poco porque) estoy debilitado por amarte tanto».

El amor responsable es mercantil y el amor abusador es romántico.

       
(Este es el Artículo Nº 1.686)

Cuando los deseos incestuosos empobrecen



   
La prohibición del incesto puede generar pobreza personal cuando solo se encaran emprendimientos tan imposibles como satisfacer deseos incestuosos.

Aunque el cerebro conozca que una perla es una esfera nacarada que se forma dentro de la caparazón de algunos moluscos, cuando oye la expresión «las perlas del rocío», no se detiene a pensar en las esferas nacaradas que habitualmente embellecen algunas joyas, sino que entiende que se trata de una comparación y que las costosas formaciones no pueblan por miles la pradera llena de rocío.

Este fenómeno mental no ocurre solamente en textos poéticos sino que funcionan mucho más a menudo.

Voy al fondo del asunto: la prohibición del incesto es una norma social muy conmovedora porque inhibe dolorosamente los deseos sexuales que circulan dentro de la familia.

Metafóricamente, esta prohibición aparece cuando queremos satisfacer deseos que están fuera de nuestro alcance. Pondré un ejemplo:

Varias veces he mencionado que en nuestra especie es la mujer la que desea tener hijos con ciertos varones de su entorno y no con otros (1).

Si una mujer tiene la mala suerte de que uno de esos pocos varones sea su papá, como difícilmente pueda explicitar sus pensamientos («quiero tener un hijo con mi padre») y dado que la prohibición del incesto funciona como un tabú, es decir que muy seguramente no se lo confiese ni a sí misma, es probable que:

— Tenga una pésima relación con su papá porque los impulsos inconsciente a seducirlo sean difícilmente controlables y el enojo sistemático podría ser una manera de alejarse de él;

— Haga múltiples intentos de vincularse con otros hombres para sacarse de la cabeza a su único amor (su papá), con lo cual su vida afectiva, familiar y económica seguramente serán caóticas, con una permanente tendencia a insolventarse (empobrecer).

En suma: lo imposible es costosísimo.

           
(Este es el Artículo Nº 1.685)

Nuestra calificación, en el acierto o en el error



   
Después de la adolescencia ya no corresponde que otros nos califiquen pues somos cada uno de nosotros quienes sabremos juzgarnos.

A una mayoría no nos gusta saber que somos usados, que nos utilizan. Ante estas sensaciones reaccionamos airadamente, con el orgullo herido, exigimos que se nos respete, sentimos indignación.

Aunque en menor grado, preferimos que otros señalen nuestra capacidad, idoneidad, destreza, habilidad, pero no es tan grato saber que somos útiles o que servimos.

En suma: nos ofende que otros nos usen y toleramos que los demás reconozcan que servimos para una u otra tarea, pero preferimos que se reconozca nuestra valía, inteligencia, capacidad.

De estos matices semánticos, me inclino a suponer que nuestra satisfacción depende de cuán alejados nos sintamos de los objetos inertes (cosas, útiles, herramientas, objetos), podríamos compartir cualidades con algunos animales (fiereza, resistencia, mansedumbre), pero definitivamente nos quedamos con aquellos adjetivos que dejan bien en claro que pertenecemos a la especie humana, entendiendo por tal la especie más valiosa de la naturaleza... según nuestra propia opinión, claro!

La suspicacia, (desconfianza en si el otro nos valora con justicia), se manifiesta por una actitud reivindicativa, reclamante, que exige respeto, consideración, especial atención.

Alguien suspicaz es particularmente sensible a cómo los demás se dirigen a su persona, tienen especial sensibilidad para detectar cualquier adjetivo que lo descalifique, lo desvalorice, ponga en duda su condición de «ser humano».

Durante nuestra infancia y durante nuestra vida estudiantil, son nuestros mayores (padres, docentes) quienes nos van guiando si damos cuenta o no de las expectativas que ellos tienen hacia nosotros. Sus juicios de valor son una guía.

Cuando termina esta primera etapa de socialización (en la adolescencia), ya no corresponde que otros nos califiquen pues somos cada uno de nosotros quienes sabremos juzgarnos, en el acierto o en el error.

Los dinosaurios y nosotros



   
Los cambios de cualquier tipo, (climáticos, políticos, económicos, tecnológicos), nos asustan por temor a no poder sobrevivir adaptándonos.

Si llega a nuestros oídos la teoría de que los dinosaurios desaparecieron porque no pudieron adaptarse a los cambios climáticos, no podemos decir que sabemos qué ocurrió con esas especies, pero si podemos opinar que actualmente creemos que la inadaptabilidad al medio es una causa de ineficiencia y, eventualmente, de muerte.

En otras palabras, no podemos considerar que una teoría sea verdadera pero sí podemos suponer que las personas que la trasmiten creen que esa hipótesis es lógica, creíble, confiable. No sabemos de la teoría misma pero sí sabemos de quienes las aprueban.

Continuando con el razonamiento, es posible suponer que muchos de nosotros pensamos que los animales más grandes, aunque se los supone también más fuertes, tienen su punto de vulnerabilidad en su capacidad de adaptación.

De la mano de esa teoría que refiere a los dinosaurios va otra teoría según la cual las cucarachas tuvieron mejor capacidad de adaptación y por eso sobrevivieron hasta nuestros días.

Si está en nuestra psiquis la tendencia a suponer que los cambios, (climáticos, por ejemplo), son nefastos para los seres vivos de mayor tamaño y, puesto que tendemos a suponer que los humanos somos los seres vivos de mayor importancia, de mayor inteligencia y los predilectos de Dios, es lógico que muchas personas se sientan especialmente amenazadas cuando se habla de nuevos cambios planetarios y cuando son notorios los cambios tecnológicos que modifican fuertemente el mercado laboral.

Por otro lado, llama la atención como muchos niños se sienten fascinados por los dinosaurios, quizá por una suerte de identificación con la grandiosidad que los caracterizaba.

En suma: Los cambios de cualquier tipo, (climáticos, políticos, económicos, tecnológicos), nos asustan por temor a no poder sobrevivir adaptándonos.

(Este es el Artículo Nº 1.684)


El temor a cometer errores



 
 
La coherencia es una cárcel intelectual, defendida por quienes, con tal de no cometer errores optan por no hacer nada.

Es una lástima que sea así, pero los humanos progresamos muy impulsados por el dolor y escasamente atraídos por el placer (1).

De hecho ya alguien dijo: «Los seres humanos somos hijos del rigor».

Claro que este beneficio del dolor no es suficiente para que se lo cultive como si fuera una planta alimenticia, curativa o decorativa. Todo lo contrario, destinamos gran parte de nuestro esfuerzo a erradicar lo que nos molesta o podría llegar a molestarnos.

Precisamente son estas acciones provocadas por el sufrimiento lo que le aporta sus rasgos positivos.

Por lo tanto, luchamos contra lo que nos causa problemas y es este batallar lo que nos beneficia.

La deducción lógica, aunque paradojal, es:

Aunque los inconvenientes son desagradables,

— convendría no combatirlos hasta exterminarlos;
— convendría evitar cualquier actitud que disminuya el malestar que nos provoca;
— convendría conservarlos como fuente de estímulo que nos permite desarrollarnos como especie.

Las personas que no han tenido ni el talento ni la oportunidad de crecer intelectualmente, reaccionan con vehemencia cada vez que alguna contradicción se cruza en su camino.

Esas personas que no han tenido suerte, (porque ni la falta de talento ni la falta de oportunidades, es responsabilidad propia), son las verdaderas policías de la contradicción, sin tener en cuenta que la contradicción es universal mientras que la coherencia es una cárcel que, si bien quita libertad (de pensamiento) es amada y buscada porque protege a quienes temen cometer errores.

En suma:

1) El apego a la coherencia es una solución mediocre, pobre y empobrecedora, reclamada por quienes temen equivocarse, por quienes prefieren hacer lo mínimo posible por temor a ser criticados; y

2) Las molestias merecen ser amadas y rechazadas.


(Este es el Artículo Nº 1.679)