miércoles, 3 de octubre de 2012

La condena genética





La familia Rodríguez-González, oriunda del departamento de Canelones, Uruguay, era similar a todas pero con una trágica diferencia: sus integrantes morían a muy temprana edad. Entre los 30 y los 40 años algo mortífero, (enfermedad o accidente), les ocurría.

Eso los mantenía precariamente unidos. En esa ciudad se conocía la historia y nunca faltaba quien les hiciera algún comentario de mal gusto.

Cuando estaban en buenas relaciones, era tema recurrente comentar cómo la gente disfruta de la desgracia ajena.

Leonor, la segunda hija, sostenía que las personas creen que la muerte de otros los exime de la muerte propia. «Si se muere el vecino, no me muero yo», pensaba con ironía maliciosa;  «no se dan cuenta que la muerte alcanza para todos», concluía.

Guillermo, sin embargo, era el hijo menor, el más rebelde, irritable, acusador empedernido de esa genética terminal que lo amenazaba de muerte.

Toda su existencia parecía tener como única misión luchar, (inútilmente, por supuesto), contra esa «herencia maldita», cuyo origen nunca pudo develar con certeza.

Se dedicó a estudiar el linaje de los ancestros paternos y maternos, buscando fundamentalmente la edad de fallecimiento. Cada vez que confirmaba la escasa longevidad, desplegaba más o menos el mismo rosario de insultos, golpes con el puño sobre la mesa y portazos para encerrarse en su dormitorio, calzarse los auriculares y escuchar a todo volumen su música predilecta: Adré Rieu.

Aunque los médicos y los psicoanalistas insistían en asegurarle que ese destino genético de los Rodríguez-González no era tan seguro, a Guillermo no se le escapaba que esos profesionales sabrían mucho de sus especialidades pero compartían la creencia mal disimulada en que tenemos un destino inmodificable.

La furia del hombre había recrudecido con los años de insultos, golpes y portazos, pero sobre todo, porque se acercaba la época en que su muerte era más y más probable.

El día de su cumpleaños número cuarenta, sin familia porque ya habían «perecido» los padres y los hermanos, la angustia estaba en su máximo nivel. No pudo dormir ni tomando los inductores del sueño que consumía en dosis cada vez mayores. Imaginaba que así se sentirían los condenados a muerte..., porque efectivamente estaba condenado a muerte.

Para darle un último vistazo a lo que fue su malograda existencia, buscó los papeles familiares que se guardaban en una caja de zapatos. Encontró la libreta verde donde el Registro Civil de Uruguay anota la evolución familiar desde el casamiento de los padres y descubrió que el único «hijo» no incluido era él.

(Este es el Artículo Nº 1.690)

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