Quienes transgreden las leyes, ¿desean o temen las
consecuencias impuestas por los ciudadanos? ¿Estamos
estimulando o desestimulando la delincuencia?
Cuando pretendemos castigar a un ciudadano que
transgredió nuestras normas, ¿sabemos realmente si lo estamos castigando o
premiando?
Una de las tantas características humorísticas
que tiene nuestro cerebro es que está muy convencido de que todo lo que nos
gusta o disgusta es exactamente lo que le gusta o disgusta al resto de la
especie.
¿Cómo alguien puede llegar a viejo sin haber
bailado tango?; ¡Es insólito que en Francia coman caracoles!; ¿Existe gente que
prefiere trabajar en una oficina? ¡No lo puedo creer!
El funcionamiento es el siguiente: los
legisladores aman su trabajo pero dependen de que muchos ciudadanos los voten
cada 4-5 ó 6 años. Para lograrlo, tienen que prometer y después cumplir con los
anhelos de sus votantes. Si esto se cumple, entonces tenemos una «democracia», es decir el «gobierno
del pueblo».
Como cada
ciudadano piensa «lo que me gusta a mí le gusta a los demás», o, más
indirectamente dice: «No le hagas a los demás lo que no te gustaría que te
hicieran a ti», entonces obliga a sus legisladores que impongan las penas que para
ellos (los votantes) serían atroces, por ejemplo, encarcelar, quitar la
libertad, impedirles que no puedan salir a pasear los domingos con la familia,
prohibirles trabajar, obligarlos a estar con otros delincuentes, exponerlos a
que tengan prácticas homosexuales.
Estos castigos son exactamente aquellos que horrorizarían a los
votantes, pero ¿será cierto que nos horrorizan a todos?, ¿no estaremos
propiciando la delincuencia entre quienes esos «castigos» son en realidad
«premios»?
Es un
prejuicio el que nos asegura que todos deseamos la libertad, pasear los
domingos, trabajar, alejarnos de los delincuentes, conservar nuestras prácticas
heterosexuales.
¿Estaremos
estimulando o desestimulando la delincuencia?
(Este es el
Artículo Nº 1.686)
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