Después de la adolescencia ya no corresponde que otros nos califiquen pues somos cada uno de nosotros quienes sabremos juzgarnos.
A una mayoría no nos gusta saber que somos
usados, que nos utilizan. Ante estas sensaciones reaccionamos airadamente, con
el orgullo herido, exigimos que se nos respete, sentimos indignación.
Aunque en menor grado, preferimos que otros
señalen nuestra capacidad, idoneidad, destreza, habilidad, pero no es tan grato
saber que somos útiles o que servimos.
En suma: nos ofende que otros nos usen y toleramos que los demás reconozcan
que servimos para una u otra tarea, pero preferimos que se reconozca nuestra
valía, inteligencia, capacidad.
De estos matices semánticos, me inclino a suponer
que nuestra satisfacción depende de cuán alejados nos sintamos de los objetos
inertes (cosas, útiles, herramientas, objetos), podríamos compartir cualidades
con algunos animales (fiereza, resistencia, mansedumbre), pero definitivamente
nos quedamos con aquellos adjetivos que dejan bien en claro que pertenecemos a
la especie humana, entendiendo por tal la especie más valiosa de la
naturaleza... según nuestra propia opinión, claro!
La suspicacia, (desconfianza en si el otro nos
valora con justicia), se manifiesta por una actitud reivindicativa, reclamante,
que exige respeto, consideración, especial atención.
Alguien suspicaz es particularmente sensible a
cómo los demás se dirigen a su persona, tienen especial sensibilidad para
detectar cualquier adjetivo que lo descalifique, lo desvalorice, ponga en duda
su condición de «ser
humano».
Durante
nuestra infancia y durante nuestra vida estudiantil, son nuestros mayores
(padres, docentes) quienes nos van guiando si damos cuenta o no de las
expectativas que ellos tienen hacia nosotros. Sus juicios de valor son una
guía.
Cuando
termina esta primera etapa de socialización (en la adolescencia), ya no
corresponde que otros nos califiquen pues somos cada uno de nosotros quienes
sabremos juzgarnos, en el acierto o en el error.
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