viernes, 7 de octubre de 2011

Envidiamos a los ladrones

Los ladrones nos provocan envidia. Esto nos confunde y desorienta, nos irrita, nos impide encontrar soluciones para la delincuencia.

Según algunas fuentes tan poco confiables como cualquier otra, la pobreza extrema (indigencia) provoca el 3% (tres de cada cien) de los atentados contra la propiedad (robo).

Hasta donde puedo comprender con mentalidad psicoanalítica, el resto de los delitos están provocados por personas (casi todos hombres) que se dedican a esta actividad porque poseen la vocación suficiente y el talento necesario.

Una sociedad está organizada en forma de red de pesca; si los vínculos son representados por hilos que tocan a uno y otro ciudadano, el entrecruzamiento de esos «hilos» generaría algo similar a una tela.

En términos sociales, es posible decir que «todos estamos vinculados con todos» (directa o indirectamente, convendría agregar).

Los humanos tenemos ciertas características, siendo una de las más importantes que casi no conocemos nuestra psiquis (ni la propia ni la ajena).

Como agravante de este desconocimiento de nuestra especie, se agrega que deseamos e imaginamos ser de una determinada manera. Queremos (imaginamos) ser inteligentes, simpáticos, honestos, veloces, infalibles, y en general, poseer cualquier otro atributo que nos aporte valor.

En suma: nuestra inteligencia es poco apta para auto conocernos y además está distorsionada por los prejuicios (de que somos maravillosos, ...).

Los humanos aceptamos la propiedad privada a regañadientes. Queremos ser dueños de todo pero nos cuesta aceptar que otros sean dueños de algo.

Los humanos aceptamos a regañadientes que otros sean más felices. Nos cuesta no agredir a quienes exhiben mejor calidad de vida que la nuestra.

Creemos

— que los ladrones son más felices que los honestos,
— que trabajan menos,
— que si no fuera porque somos tan honestos, seríamos felices.

Conclusión: Los ladrones nos irritan porque los envidiamos, sobre todo si nos roban.

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Los humanos creemos saber más que la naturaleza

El pensamiento delirante que caracteriza inclusive a personas muy prestigiosas de nuestra especie, es el que nos hace pensar que los humanos deberíamos participar en un reparto más equitativo de riquezas naturales y económicas.

Dicen que el cosmos es más antiguo que el ser humano y yo lo creo.

También dicen que la naturaleza contiene al ser humano, que el ser humano no contiene a la naturaleza y yo lo creo.

Nuestro cerebro puede comprender y hasta aceptar que la naturaleza es más antigua y más grande que nuestra especie, pero nuestro cerebro también puede hacer otro recorrido para terminar concluyendo que todo los hizo Dios y que Dios nos tiene a los humanos como sus creaturas preferidas.

Esta última idea es la que nos permite suponer que si no somos los más antiguos ni los más grandes, al menos somos los más importantes.

Razonando de esta forma, personas muy respetables por su sabiduría, linaje y honorabilidad, realmente nos hacen dudar sobre quiénes somos (los humanos) en realidad.

Si pudiéramos apegarnos a una percepción fríamente objetiva, tendríamos que aceptar que no existe ningún ser superior y que Dios es una figura mitológica que nos alegra la existencia.

Alejados de este ser superior, terminamos pensando que todos los seres vivos nacen con diferencias vitales (fortaleza, longevidad, inteligencia) y por lo tanto el reparto injusto de la riqueza tiene un origen anterior, esto es, el reparto injusto de condiciones biológicas (cuerpo más o menos perfecto).

Las molestias provocadas por la distribución de la riqueza material surgen porque los humanos pretendemos perfeccionar nada menos que la naturaleza que nos incluye, nos contiene y nos determina.

En suma: Es nuestra desproporcionada arrogancia la que nos hace pensar que deberíamos recibir de la naturaleza y de la sociedad, similares cantidades de recursos.

Artículo vinculado:

Lo que la naturaleza no da, nadie lo presta

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Las órdenes de las leyes naturales

Los humanos no escapamos al orden natural que determina todo lo que ocurre, aunque nos creemos protagonistas, responsables, causantes, autores.

Este tema tiene miles de excepciones, casos, posibilidades: No por eso queda prohibido hacer alguna mención en 300 palabras.

Si fuera cierto que las hembras humanas convocan a los machos como cualquier otro mamífero en celo, es posible que lo haga con una cierta variante respecto a las otras mamíferas (felinas, equinas, caninas).

«Las animales» no humanas excitan a los machos mediante un olor específico (feromonas) (1), quienes concurren a disputarse la copulación: el ganador es premiado con ese trofeo.

Por su parte, «las animales» humanas se diferencian de las no humanas en que están en celo todo el año, eligen directa e intuitivamente a los varones mejor provistos genéticamente y sin que estos necesiten tomarse a golpes.

Sin embargo, la condición menos humana de nuestra especie hace que a veces sí haya competencias, enfrentamientos, luchas.

En las clases sociales menos educadas, es probable que algunos jóvenes tengan luchas que no excluyen la ultimación mortífera porque otro varón «miró» de cierta manera a su novia.

En términos más generales, ellas seleccionan, eligen, determinan y luego seducen mediante técnicas sutiles al varón preferido. Todos los demás quedan fuera de su campo visual (es decir: ni los miran).

Claro que el afán de protagonismo de ellos los inducirá a creer que fueron los habilidosos conquistadores. Les costará admitir que fueron condiciones orgánicas propias —constituidas en el momento en que fueron gestados por sus padres—, las que determinaron que fueran elegidos.

Pensarán que el éxito fue logrado porque aprendieron a bailar, usan ropa vistosa, se peinan con elegancia, son inteligentes.

Ellas también pensarán que son lindas, inteligentes, glamorosas.

Sin embargo, estos futuros padres sólo obedecen órdenes de la naturaleza.

(1) «A éste lo quiero para mí»

«Soy celosa con quien estoy en celo»

«La suerte de la fea...»

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La imitación del modelo materno

Las mujeres aman a las mujeres porque aprendieron a amar con su mamá. Los varones las cortejamos imitando a su madre.

Si podemos evitar la arrogancia y admitimos que somos animales comunes y corrientes, mamíferos, bípedos (no plumíferos), nos acercamos a considerar que estamos incluidos en los comportamientos habituales de nuestros congéneres, con los matices que nos distinguen a todas las especies.

Lo único que realmente nos diferencia de los demás animales es que nuestras hembras sólo pueden ser fecundadas por los varones. El concepto que alguien bautizó acertadamente aislamiento reproductivo ya lo he comentado en otros artículos. (1)

Si los humanos no fuéramos tan neuróticos (2), podríamos ver y actuar según la realidad de los hechos.

En nuestra especie, como en los otros mamíferos, las mujeres hacen el mayor aporte a la conservación de su especie. (3)

Ellas manifiestan el celo eligiendo a los varones que mejores hijos podrían fecundarles, aunque la neurosis colectiva hace que mostremos los hechos al revés: en nuestra cultura neurótica, para demostrar nuestra hombría, somos los hombres quienes seducimos, cortejamos, persuadimos, asediamos, conquistamos, convencemos y las llevamos a la cama para «hacerles» algunos hijos.

Pues no: fuera de la neurosis, los varones que representamos ese rol teatral estamos mostrando una actitud femenina porque, además de que son ellas las que realmente nos eligen, son las madres de ellas las que determinan su predilección (opción) sexual (4).

Por lo tanto, cuando los varones las cortejamos intentamos demostrarles que, a pesar de nuestro aspecto tan poco femenino, igual podemos quererlas, hacerles mimos, protegerlas, alimentarlas, vestirlas, como ya lo hizo su mamá.

En suma: la actitud seductora masculina tiene un perfil femenino, aunque como acostumbramos hacerlo (es tradición muy antigua), suponemos que es muy viril regalar flores, ser «caballero», decirle que es bella, imitar a su mamá.

(1) Matrimonio igualitario
Los monos degenerados

(2) La mayor cultura de los ricos

(3) «A éste lo quiero para mí»
«Soy celosa con quien estoy en celo»

«La suerte de la fea...»

(4) Los varones maternales 

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Sólo mejora lo que está mal

Corresponde alegrarse ante toda señal de progreso sin olvidar que este sólo puede ocurrir cuando antes había un retraso.

Contaminado por cierta coherencia que no puedo evitar, retomo un tema ya comentado en otros artículos (1) y que refiere a cómo el animal humano cursa un predominio como especie por la paradójica condición de ser el más discapacitado.

En otras palabras, como los otros animales tienen el instinto híper desarrollado y cuando salen del útero materno están casi maduros para empezar a valerse por sí mismos en poco tiempo, se mantienen en esa condición superior de forma poco cambiante.

Sin embargo los humanos, por el hecho de tener un pésimo desarrollo instintivo y necesitar casi veinte años fuera del útero para acceder a la autosustentación, tenemos un cerebro mucho más grande (en proporción al tamaño del cuerpo) y estamos complementados por un accesorio que funciona como un segundo instinto (la cultura), con el que podemos adaptarnos mejor que las demás especies a los cambios y por eso evolucionamos más que el resto.

De todos modos esto no debe ser leído como un rasgo de superioridad sino todo lo contrario.

Tenemos que tener en cuenta que si el resto de los seres vivos han desarrollado todo su potencial, no tienen margen para seguir desarrollándose, mientras que los peor desarrollados sí lo tenemos.

En suma 1: Los humanos evolucionamos más rápidamente que las demás especies porque somos más imperfectos mientras que las demás especies casi ya no tienen nada para perfeccionar, han llegado al máximo de su potencialidad y por eso no tienen más para desarrollar.

Esto mismo ocurre con los países: los más desarrollados crecen, prosperan y cambian más lentamente que los subdesarrollados (hoy llamados «países emergentes»).

En suma 2: cuando algo mejora, tenemos una virtud actual derivada de una precariedad anterior.

(1) Los animales se parecen a los especialistas

El deseo es inconvenientes

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Dios es [hacer el] amor

«Dios» es un vocablo que sustituye (eufemismo) al vocablo «amor» porque este está asociado a la reprimida sexualidad.

Supongo que los ateos estamos muy preocupados por Dios precisamente porque una mayoría de personas inteligentes creen en su existencia y, más aún, actúan tomándolo como un dato de la realidad.

En mi caso me preocuparía estar cometiendo un error o una omisión demasiado grande. Si bien todos podemos equivocarnos, hay errores más injustificados que otros.

No creer en lo que cree la mayoría es algo que llama la atención y digno de ser sometido a observación, meditación, análisis.

Quiero referirme a una expresión muy difundida (especialmente por una iglesia que lo incluye en su denominación): «Dios es amor».

Uno de los significados de esta frase nos permite suponer que el vocablo «Dios» es un eufemismo del vocablo «amor», así como «desvío de recursos» es un eufemismo de «evasión fiscal», o «persona grande» es un eufemismo de «anciano», o «infractor» es un eufemismo de «delincuente».

La Real Academia define «eufemismo» como:

«Manifestación suave o decorosa de ideas cuya recta y franca expresión sería dura o malsonante».

¿Por qué la palabra «amor» necesita ser «suavizada» con un eufemismo como es Dios?

Según mis creencias (a esta altura casi religiosas), lo único importante para cualquier ser vivo es sobrevivir y preservar la conservación de la especie.

En la nuestra, «hacer el amor» es fornicar, acción que, de no ser por la inseminación artificial, es imprescindible para conservar la especie.

Los humanos no queremos decir que «fornicamos», quizá para diferenciarnos del resto de los animales.

En suma: La palabra «amor» sugiere sexo, fornicar, coito, acciones que nos prometen esa inmortalidad (2) tan anhelada, como también la promete Dios.

Dios es amor, sexo, fecundación, embarazo, conservación de la especie, inmortalidad.

(1) Prohibido tocar 

(2) El espíritu en realidad es la sexualidad

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La rentabilidad de la franqueza

Pocas personas poseen el arte de generar en los demás (cónyuge, empleador, cliente) la confianza para informarnos qué tenemos para mejorar.

«Nosotros y nosotras» queremos ser muy competentes en las relaciones sexuales.

Deseamos que nuestro ocasional partenaire (o cónyuge definitivo, único y vitalicio), nos admire por nuestro erotismo, resistencia, pasión y demás cualidades excitantes, seductoras, fascinantes.

Claro que si de imaginar se trata, también queremos poseer los mejores atributos en cualquier otra área de nuestra vida: inteligencia, rapidez, valentía.

Con la sexualidad nos ocurre algo particular: como las demás especies la practican sin pudor, nosotros, para diferenciarnos, la dramatizamos al extremo de reprimirla, sin considerar que el verdadero rasgo inmortal está en la capacidad de reproducirnos (1).

Las demás habilidades y actividades son secundarias a la sexualidad que es «nuestra única misión» (2).

Observemos sin embargo que esta represión que tradicionalmente le hemos impuesto culturalmente a la única función importante que tenemos (reproducirnos para conservar la especie), no ha sido tan drástica ni contraproducente pues la población mundial aumenta.

Por lo tanto podemos afirmar que estamos haciendo las cosas bien, lo cual no significa que no podamos mejorarlas.

Lo que quiero proponerles es que para satisfacer nuestro deseo de ser los mejores amantes tenemos que tener una actitud tal que nuestros ocasionales (o definitivos) compañeros sexuales puedan contarnos sus preferencias y molestias, sin que tengamos que adivinarlas y molestarnos con las sugerencias.

La actividad sexual es una forma de comunicación, sin embargo la mayoría tenemos problemas para comunicarnos en asuntos de dinero (en primer lugar), en asuntos sexuales (en segundo lugar) y en asuntos varios (en tercer lugar).

En suma: Tendríamos una actitud rentable si los demás pudieran ser sinceros con nosotros, sin temor a nuestra ofensa, enojo o venganza. Mejoraríamos los vínculos en asuntos económicos y sexuales.

(1) El espíritu en realidad es la sexualidad

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El espíritu en realidad es la sexualidad

Efectivamente tenemos una parte inmortal, pero no es el espíritu según propuso Descartes sino nuestra sexualidad.

Copio y pego algo publicado en otro artículo (1)

«Quienes tenemos la vocación de jugar con el pensamiento, encontramos ideas interesantes, divertidas, graciosas, paradojales.

Muy frecuentemente lo absurdo ubicado dentro de un razonamiento es lo que le da ese rasgo atractivo a la idea original.

En este caso les comento una idea curiosa que cuenta con méritos suficientes como para ser razonable y, en el mejor de los casos, también útil.»

La idea de este artículo refiere a que la inmortalidad existe para quienes cambien su punto de vista.

Necesitamos una definición de Wikipedia (2):

«En atletismo, las carreras de relevos o postas son carreras a pie para equipos de cuatro componentes o más, en las que un corredor recorre una distancia determinada, luego pasa al siguiente corredor un tubo rígido llamado testigo y así sucesivamente hasta que se completa la distancia de la carrera. El pase del testigo se debe realizar dentro de una zona determinada de 20 metros de largo y sin que el mismo caiga al suelo.»

Pues bien, los humanos somos corredores de relevos porque estamos llevando de un punto a otro nuestra capacidad reproductiva que se expresa mediante la sexualidad.

Cada uno lleva de una generación a la otra esa esencia vital para que la especie no se extinga.

La sexualidad es nuestra parte inmortal. Casi todo nuestro cuerpo es el vehículo, el medio de transporte que sí es mortal. Todos poseemos la inmortalidad en tanto portadores de lo que permita reproducirnos.

En suma: Cuando Descartes propuso que los humanos tenemos una parte material mortal y otra espiritual inmortal (3), habló metafóricamente, quizá porque en su época la represión sexual era máxima. Nuestro espíritu es la sexualidad.

(1) El remordimiento sin delito

(2) Wikipedia: Definición de carrera de postas o relevos 

(3) El dogma del dualismo cartesiano


Pienso, luego ... sigo pensando

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El deseo sexual y reproductivo

Todo acto sexual (homo o heterosexual, con o sin barreras anticonceptivas), es inconscientemente reproductivo.

Entramos a una casa bellamente decorada, iluminada, ventilada, aromatizada.

Detrás de las paredes y de los pisos están los caños de agua fría, de agua caliente, con cables, con gas, imprescindibles para esa iluminación, temperatura, funcionalidad.

Podemos habitar esa casa toda la vida y no saber de ellos.

Una idea similar es la que tenemos los psicoanalistas respecto a que habitamos durante toda la vida un cuerpo del que no sabemos muchas cosas, una de las cuales es el inconsciente.

Por esto es que inventamos teorías, cuya comprobación depende de su utilidad práctica. Por ejemplo, si la teoría del complejo de Edipo es útil para mejorar la calidad de vida de millones de personas, entonces es una teoría útil, digna de ser amada y «nos casamos» con ella.

Una hipótesis que también podría ser útil, la explico de la siguiente forma:

Vuelvo a la comparación con la casa para decir que nuestra vida consciente es la que hace cualquier habitante común de una casa. En síntesis, no sabe ni le interesa qué hay debajo del piso y detrás de las paredes, sin embargo, gran parte de su calidad de vida depende de eso que no conoce.

La sexualidad es una función que está al servicio de la única misión que tenemos los seres vivos (1): conservar la especie. Por lo tanto es tan importante como respirar, alimentarnos, descansar.

Todo acto sexual está estimulado por el deseo reproductivo aunque a nivel consciente usemos anticonceptivos.

Lo real es que cuando tenemos sexo con nuestro ocasional partenaire, el intenso deseo y satisfacción provienen de esa parte imperceptible de nuestra «casa corporal» —el inconsciente—, que está tratando de gestar, embarazar, tener un hijo con cada eyaculación.

(1) Blog con artículos sobre 

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Nuestros niños se desarrollan saludablemente

Los adultos (padres, gobernantes, educadores) parecemos preocupados porque nuestros niños podrían estar malformándose por exceso de estímulos, recursos, poder de decisión.

En otro artículo (1) compartí con ustedes la observación de que nunca tomamos en cuenta el capital deseo-necesidad. Al cambiar de punto de vista, pudimos pensar que existe una «tolerancia a la saciedad».

Parece razonable que todo el tiempo hagamos hincapié en las molestias (dolor, irritación, enojo) que causan la privación, insatisfacción, frustración, pero puede llevarnos a una meta interesante pensar en cuánta molestia realmente nos provoca la saciedad, es decir, la ausencia de insatisfacción.

Si consideramos que el verdadero motor de la existencia es la necesidad y el deseo (sumados), es posible justificar que ambos son factores positivos, valiosos, imprescindibles para cumplir nuestra única misión de conservar la vida propia y de la especie.

Parados en este lugar podemos considerar:

1) lo que siempre supimos, esto es, que precisamos cierta fortaleza para soportar las carencias, el hambre, la incomodidad, la ausencia de recursos; y

2) lo que ahora estoy pensando con ustedes, esto es, que precisamos cierta fortaleza para soportar la saciedad, la carencia de los «verdaderos motores de la existencia» (la necesidad y el deseo).

Es posible pensar entonces que si una realidad y la otra (la escasez y la abundancia, la carencia y la saciedad, la pobreza y la riqueza) demandan cierta fortaleza para soportarlas, entonces ambas contribuyen a la conservación de la vida propia y de la especie.

Una primera conclusión que extraigo de esta línea de pensamiento es que los adultos (padres, gobernantes, educadores) no tendríamos por qué evitar que nuestros niños tengan un exceso de juguetes, diversiones y hasta de libertad, poder y decisión, pues la naturaleza está construyendo seres humanos adaptados a una nueva realidad que cuenta con más recursos, facilidades, tecnologías, posibilidades.

(1) La tolerancia a la saciedad

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