sábado, 9 de febrero de 2013

Los otros sentidos y los otros sentimientos




Nunca me gustaron los perros, excepto en fotografías.

Así es que, con más de 40 años, vine a caer en una trampa del destino: Mi hermana, que me cuidó con una devoción imposible de igualar cuando estuve 28 días internado con algo que parecía cáncer, pero que un día se fue sin dejar rastros, tuvo que viajar urgentemente a otro país y no tenía con quién dejar a su perra, Dulcinea.

No podía creer que justo a mí fuera a pasarme algo así. Hasta último momento estuve esperando otra solución mágica como la del supuesto cáncer. Soñaba con que ella me llamaría para decirme: «Joselo, quédate tranquilo que no tengo que viajar. Igual te agradezco tu buena voluntad».

Esa llamada nunca llegó y tuve que mudarme a su apartamento para cuidar a Dulcinea.

El escáner olfativo que me practicó me pareció repugnante. Me sentí vejado por una manada del malvivientes en el subte de Corea del Norte.

Mi hermana no sabía de mi fobia a los perros, pero Dulcinea fue de lo primero que se enteró y alguna constancia guardó en sus registros.

Traté de poner mi mejor cara para que mi hermana se fuera tranquila, sobre todo por su perra. Asumo que en la vida de ella yo era alguien de menor tamaño afectivo que el animalito. Así son las cosas, conmigo y con todos quienes tienen estos familiares de otra especie.

Me senté en un sillón individual del comedor a mirar a Dulcinea, como si esa fuera la postura que tendríamos ambos hasta que volviera la dueña de casa.

La perra me miraba a mí y yo miraba a la perra.

Por ahí levantó una oreja, vaya uno a saber por qué. Luego levantó la cabeza. Emitió un ronquido casi inaudible, pero enseguida retomó la postura anterior.

Comencé a mirar menos televisión porque esa postura ante Dulcinea me parecía más interesante.

A los seis días me di cuenta que algo había cambiado en mí, cuando al abrir la canilla del lavatorio, sentí el olor del agua. Cuando fui a desayunar una taza de café, también sentí el ahora muy intenso olor del azúcar... a pesar del aún más fuerte olor del café.

Cuando habían pasado once días de convivencia, sentía el olor del hierro debajo de la pintura, el perfume de alguien que utilizaba el ascensor y el pestilente comienzo de los vehículos madrugadores que circulaban 23 pisos más abajo de donde estábamos.

Por fin llegó mi hermana y cuando la vi la olí. Era el primer ser humano que veía desde que se había ido. Su olor me produjo un sentimiento de amor que me provocó lágrimas.

El regreso a mi casa lo hice en un túnel de olores y sentimientos que no pude procesar porque parecía que una mano enorme amasaba mis emociones con la violencia de un panadero contrariado.

Antes de entrar a mi casa, sentí el olor de mamá. Me di cuenta que la odiaba y que le tuve fobia a los perros para no reconocerlo, para no reconocer que la odiaba.

(Este es el Artículo Nº 1.791)

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