El instinto de conservación nos da energía para que rechacemos tanto el progreso como cualquier fenómeno que parezca destructivo.
Se comenta, entre personas generalmente bien
informadas, que los leones jóvenes cuando toman el mando de una nueva manada
desplazando a un macho alfa que lo dan por jubilado, mata a los cachorros de
este y fecunda a las hembras con otros que serán los nuevos ejemplares
iniciadores de su linaje.
Lo importante en este dato no es la conducta
de esos grandes felinos sino aquello que los seres humanos pensamos, creemos y
trasmitimos porque de alguna forma nos sentimos identificados con esa actitud
del león.
Fundar una nueva estirpe, imperio, religión,
ideología, partido político, nación, corriente filosófica es un deseo humano
tan intenso como el de quien pone su marca en el cemento fresco que repara una
calle, o el que dibuja un grafitti en un muro, o causa algún destrozo vandálico
en el amueblamiento urbano.
El afán de protagonismo, el deseo de ser
reconocidos como existentes, la ambición por ser recordados por nuestros
atributos (buenos o malos, no importa), son el núcleo de una cantidad de actos,
decisiones y reacciones de nuestra especie, que se asemejan al comportamiento
de los jóvenes felinos homicidas.
Todos formamos parte del pasado porque para
llegar a tener conciencia de lo actual (madurez, información, aprendizaje),
tenemos que haber nacido con cierta anticipación.
Por lo tanto, y salvo algunas excepciones,
somos opositores naturales a todo lo que sea destrucción del pasado pues
tememos que esos «destructibles»
nos incluyan.
En otras palabras, somos «conservadores» porque el
instinto de «conservación» nos induce a serlo.
Nuestro intelecto, fuertemente inducido (y
quizá también gobernado) por las emociones, nos condiciona para rechazar todo
tipo de destrucción o cualquier innovación que pudiera perjudicarnos.
En suma: rechazamos el progreso.
Otras menciones a la «resistencia al cambio»:
(Este es el
Artículo Nº 1.533)
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