En la niñez solemos gestar una noción sobre cómo se
comportan los fuertes (adultos) con los débiles (niños).
Observemos la siguiente genealogía de
acontecimientos: un niño (de 5 a 10 años de edad), está harto de que los adultos
le den órdenes y le prohíban satisfacciones, aunque simultáneamente ellos se
las conceden. Por ejemplo: no le permiten jugar con el Play-Station a
medianoche, pero ellos sí se divierten de lo lindo junto a sus amigos.
La lista de injusticias infames, flagrantes,
evidentes y hasta perversas, parece no tener fin. El niño se siente en el peor
de los mundos, siente que vive en una tiranía odiosa. Su fantasía supera la
imaginación de los grandes luchadores: Lincoln, Guevara, Hitler, es decir,
personas que no estuvieron de acuerdo con lo que les tocaba vivir y por eso
imaginaron «un mundo
mejor».
La única
gran diferencia entre nuestro niño y los mencionados ideólogos, está en que
estos llevaron a la práctica el fin de la esclavitud, el derrocamiento de un gobierno
corrupto y el intento de mejorar la especie, respectivamente.
Todos
creyeron tener razón y, en ese sentido, fueron honestos. La historia les fue
concediendo los reconocimientos en cada caso, según qué suerte tuvieron, pues
quienes ganaron están cubiertos de gloria y quienes perdieron están cubiertos
de oprobio.
La gloria y
el oprobio determinan qué pensaremos la mayoría, de sus acciones. Ellos son
nuestros referentes de lo que debemos hacer y de lo que nunca deberíamos hacer.
Para reforzar estos criterios, le agregaremos mucho amor a los «buenos» y mucho
odio a los «malos».
Es así que
aquel niño llega a la adultez con un cierto criterio de justicia, de amor, de
distribución de los privilegios: Los poderosos tienen todos los privilegios y
los débiles, ninguno. Además, son buenos solo quienes triunfan.
(Este es el
Artículo Nº 1.649)
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