lunes, 3 de septiembre de 2012

Son buenos solo quienes triunfan




En la niñez solemos gestar una noción sobre cómo se comportan los fuertes (adultos) con los débiles (niños).

Observemos la siguiente genealogía de acontecimientos: un niño (de 5 a 10 años de edad), está harto de que los adultos le den órdenes y le prohíban satisfacciones, aunque simultáneamente ellos se las conceden. Por ejemplo: no le permiten jugar con el Play-Station a medianoche, pero ellos sí se divierten de lo lindo junto a sus amigos.

La lista de injusticias infames, flagrantes, evidentes y hasta perversas, parece no tener fin. El niño se siente en el peor de los mundos, siente que vive en una tiranía odiosa. Su fantasía supera la imaginación de los grandes luchadores: Lincoln, Guevara, Hitler, es decir, personas que no estuvieron de acuerdo con lo que les tocaba vivir y por eso imaginaron «un mundo mejor».

La única gran diferencia entre nuestro niño y los mencionados ideólogos, está en que estos llevaron a la práctica el fin de la esclavitud, el derrocamiento de un gobierno corrupto y el intento de mejorar la especie, respectivamente.

Todos creyeron tener razón y, en ese sentido, fueron honestos. La historia les fue concediendo los reconocimientos en cada caso, según qué suerte tuvieron, pues quienes ganaron están cubiertos de gloria y quienes perdieron están cubiertos de oprobio.

La gloria y el oprobio determinan qué pensaremos la mayoría, de sus acciones. Ellos son nuestros referentes de lo que debemos hacer y de lo que nunca deberíamos hacer. Para reforzar estos criterios, le agregaremos mucho amor a los «buenos» y mucho odio a los «malos».

Es así que aquel niño llega a la adultez con un cierto criterio de justicia, de amor, de distribución de los privilegios: Los poderosos tienen todos los privilegios y los débiles, ninguno. Además, son buenos solo quienes triunfan.

(Este es el Artículo Nº 1.649)

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