Para alabar a otras especies, señalamos sus rasgos humanos y
para señalar la superación de las mujeres, señalamos su masculinización.
¿No han notado ustedes que cuando describimos
a los demás seres vivos lo hacemos desde la arrogante petulancia de
considerarnos superiores? ¿No han notado ustedes que cuando queremos realzar
algún rasgo de las demás especies, ese rasgo casualmente se parece a un rasgo
humano (pararse en dos patas, abrazar a un semejante, mirarnos con «humana ternura»)?
Pues bien, los humanos tenemos la convicción
de que somos superiores al resto de los seres vivos.
Para reforzar esta idea, para emitir alguna
señal de que somos ecuánimes, objetivos, ponderados, imaginamos a los marcianos
y venusinos como superiores a los humanos, aunque no por casualidad, nunca
hemos tenido un contacto real con ellos.
Nuestra idealización y hasta nuestro temor a
los extraterrestres, logra el objetivo de reafirmar la creencia en que «la ciencia no miente, que sus
observaciones son indiscutibles, que la mente humana solo percibe lo real».
Recuerdo
ahora la película E.T. El extraterrestre (USA-1982),
en el que el supuesto ser de otro planeta, parece humano, tiene poderes
especiales, sufre la incomprensión de todos menos de unos niños humanos y que,
cuando tiene que abandonar nuestro «maravilloso planeta», se lo nota muy
compungido.
Por lo
tanto, cuando los humanos narramos algo, lo hacemos según los intereses del
quien lo cuenta. «La historia la hacen los historiadores», dice un refrán,
lacónico, irónico, corrosivo.
Cuando se
cuenta la historia de las acciones masculinas y femeninas, observamos que
ocurre algo parecido: es fantástico que más y más mujeres ocupen lugares
masculinos, asuman responsabilidades tradicionalmente varoniles (gobernar,
liderar, conducir camiones), como si parecerse a los varones fuera un avance,
un logro, una forma de superarse.
Cuando esto
ocurre, reafirmamos que los seres humanos somos ligeramente imbéciles.
(Este es el
Artículo Nº 1.675)
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