Hasta los cerebros mejor entrenados para la investigación científica padecen las debilidades propias de nuestra especie.
Conozco una historia trágica que suele
contarse como si fuera un chiste.
Se refiere a un ebrio que, en una noche de
invierno, revuelve la nieve bajo un farol. Un policía le pregunta por qué hace
lo que hace y el borracho le responde que busca las llaves para entrar a su
casa. El policía le pregunta si está seguro de que se le cayeron en ese lugar y
el hombre responde que se le cayeron en otro sitio pero que las busca ahí para
aprovechar la luz del farol.
Quienes se divierten con esta historia se
salvan de pensar qué significa en realidad. El pobre hombre nos representa a
todos, pero sobre todo a los científicos de quienes depende nuestra salud.
Obsérvese que en general todo ser humano solo
hace lo que puede. En el caso de ficción, el borracho solo puede buscar donde
hay luz, independientemente del lugar donde podrían estar sus llaves. Eso mismo
hacemos cuando buscamos algo: buscamos donde podemos buscar.
Según la historia que tiene a Pandora en el
rol protagónico, cuando abrió la famosa caja esparciendo todas las
enfermedades, dejó sin querer una en el piso del fatídico recipiente: la
esperanza.
Gracias a esta «enfermedad», los humanos buscamos donde
podemos (donde hay luz, por ejemplo), pero también buscamos donde podemos
porque quienes nos ayudan solo pueden buscar en algunos lugares y no en otros.
Por
ejemplo, según cuentan, los buscadores más interesados en encontrar las causas
del cáncer, omitieron una y otra vez cualquier hipótesis referida al hábito de
fumar porque todos ellos eran fumadores.
Este es un
caso de «creencia pasiva» (1), en el que los prejuicios alcoholizan nuestro discernimiento, haciéndonos buscar donde nos
moleste menos.
(Este es el
Artículo Nº 1.626)
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