Perdemos buenas oportunidades porque le tememos a nuestro propio deseo debido a que no nos explican cómo respetar la prohibición del incesto.
«Cuando la
limosna es grande, hasta el santo desconfía», dice un proverbio muy difundido.
Esta
«sabiduría popular» señala lo que me animaría a llamar «paranoia saludable»,
«sana desconfianza», «ingenuidad bajo control».
No está de más recordar que somos tan
dependientes de ser amados porque somos la especie que más demora en
desarrollarse. Es bastante normal que demoremos alrededor de 20 años en
reproducirnos, mientras que otros mamíferos tan solo necesitan algunos meses.
Es por esta lentitud en el desarrollo y por
esta prematuridad (vulnerabilidad) que nos caracteriza, que somos y tenemos que
ser muy dependientes del amor que podamos inspirar en otros más fuertes, que
nos protejan, ayuden, mimen.
Todo esto ocurre en el plano más profundo de
nuestra existencia, es decir, en esas características más animales de nuestro
ser.
Sin embargo, nuestra distribución del «amor» está reglamentada por la
cultura de cada pueblo. Es la cultura la que determina cómo nos organizamos,
qué hacemos para formar una familia, qué conocimientos mínimos debe aprender
cada nuevo niño que nace.
La norma
más trascendente de nuestras culturas es la prohibición del incesto. Mediante
esta norma se hace la administración colectiva de nuestra necesidad de ser
amados, incluidos en la sociedad, protegidos.
Cada niño
debe renunciar a su natural, espontáneo e intenso deseo de formar una familia
con su mamá, pero sin que nadie le enseñe qué hacer con ese deseo reprimido.
Por esto es
que casi todos tememos que nuestro deseo (cualquiera de ellos, pero sobre todo
los más intensos) nos lleve a transgredir la prohibición, y también por esto
nos volvemos desconfiados (como el santo ante la gran limosna), especialmente
de las mejores y más atractivas oportunidades.
Otras menciones del concepto «incesto»:
(Este es el
Artículo Nº 1.556)
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