lunes, 3 de marzo de 2014

Una verdad sobre la verdad

La verdad es algo que sobrevuela nuestros discursos, pero que casi nunca se dice o se oye. Consideramos verdad a ciertas historias que contamos y nos cuentan, con la solemnidad de lo que merece respeto.

Me parece que la verdad nunca tiene forma de confesión. Al contrario, cuando alguien está  confesando es cuando más control intenta tener sobre lo que dice. Quizá la máxima expresión de falsedad y cinismo ocurra cuando alguien anuncia que está dispuesto a confesar.

Hasta la persona más pudorosa pueden llegar a exhibir su cuerpo con absoluto desparpajo, pero no así sus deseos, las intenciones, los sentimientos que guarda en su mente bajo siete llaves.

La máxima desnudez corporal solo puede llevarnos a demostrar que somos animales mamíferos, pero la desnudez psicológica puede llevarnos a demostrar que no somos humanos sino monstruos abominables, imposible de amar. Por esto preferimos que se burlen y nos humillen por nuestro cuerpo sin ropas, pero eso no dejará de ser una forma de mirarnos, de incluirnos, de amarnos, aunque sea negativamente (repudiándonos).

Sin embargo, algunas verdades decimos, quizá para desahogarnos, pero lo hacemos con gran disimulo. Filtramos los contenidos a revelar.

Quizá existan dos formas de colar eso que diremos: la ficción (imaginativa, surrealista, delirante, metafórica) y la humorística (sardónica, cínica, despectiva, descalificante, destructiva, agresiva, cómica).

Nunca confesaremos la envidia que sentimos por nuestro hermano menor, pero insinuaremos que «no es tan inteligente como parece»; nunca confesaremos quién robó aquel objeto de valor cuyo ladrón jamás fue descubierto, pero comentaremos extrañados «¡qué cantidad de delitos nunca son descubiertos por la policía...y de eso nadie habla!»; nunca confesaremos las atormentadas dietas que hacemos para conservar un cuerpo delgado, pero le haremos bromas a los obesos.

Y así por el estilo. A todo esto es a lo máximo que podemos aspirar en sinceridad, en confesión, en franqueza. Los humanos decimos la verdad, pero sin darnos cuenta. No la registran ni quienes las dicen ni quienes las oyen. El psicoanálisis intenta hacer una lectura entre líneas del parloteo humano y, probablemente, a veces encuentra verdades químicamente puras, tan insólitas que ni el propio confesor puede dar crédito a lo que dijo sin darse cuenta.

Quizá existan dos condiciones predisponentes para entender algo de lo que se dice sin querer:

1) Poseer un inventario exhaustivo de nuestros defectos personales; y

2) Asumir que nadie puede hacer, pensar o decir algo que no sea estrictamente humano. La especie es una cárcel hermética: nadie escapa de ella ni puede incorporar características no humanas.

(Este es el Artículo Nº 2.156)


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