Cuando un adulto exige al hijo que bese a quien le da un regalo, realiza una educación de mal pronóstico.
Tengo el prejuicio según el cual
la naturaleza se equivoca menos que los seres humanos que intentan mejorarla.
Los animales ejercen la función
sexual con la misma naturalidad que comen, excretan o duermen.
Por algún motivo los humanos
erigimos un gran tabú con esa función tan necesaria para la conservación de la
especie.
Es casi seguro que la
constitución de actitudes represoras ante nuestra función sexual debería tener
alguna explicación cuya causa eficiente podamos encontrarla en las leyes
naturales de las que no podemos evadirnos.
Algo que me viene a la mente es
que cada vez que nos prohíben hacer algo, eso mismo es lo que deseamos hacer,
mientras que lo que nos obligan a aceptar porque no está en nuestra naturaleza,
es lo que trataremos de no hacer aplicando mucha energía, inventiva,
inescrupulosidad.
Junto con la prohibición del
incesto que se le impone a los niños sin darles explicaciones, se los obliga a
dar las gracias cada vez que reciben un obsequio.
El resultado de estas
imposiciones no puede ser otro que el opuesto a los que se buscan.
Efectivamente, los adultos que
fueron educados en la represión sexual quedan proclives a la promiscuidad, a
los excesos eróticos y hasta la violanción.
De modo similar, los adultos a
quienes se les impuso agradecer lo que no estaban dispuestos a agradecer, muy
probablemente desarrollen un cierto resentimiento hacia las transacciones pues
quedan asociadas a una violación de su dignidad.
En otras palabras, si a un niño
se lo obliga a dar un beso a quien le hace un regalo, muy probablemente se
sienta humillado, avasallado y hasta violado.
Claro que la debilidad
transitoria del pequeño dejará inadvertida tanta desconsideración (abuso).
(Este es el Artículo Nº 1.782)
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