Las futuras generaciones
se beneficiarían si a los nuevos matrimonios les ordenáramos que solo tengan
hijos cuando los deseen apasionadamente.
Aunque la situación no permita
aún «tirar manteca al techo», con siete mil millones de ejemplares en
nuestra especie, nos podemos permitir el lujo de suavizar el mandato milenario
de tener hijos para que, al morir, queden remplazos.
Hasta hace diez años atrás, era bien visto que hombres y mujeres se casaran,
muy probablemente ante la ley (matrimonio civil) y además ante Dios (matrimonio
religioso).
Luego de cumplido este primer compromiso con la sociedad, comenzaban las
presiones con un insinuante «¿y, para cuándo...?», pues la parejas tenían la
orden de tener, por lo menos, dos hijos, y si fueran un varón y una niña, mejor
aún.
El objetivo era elemental: al procrear un varón y una niña la especie
sabía que, ante la muerte de los padres, ahí tendríamos a los hijos que
mantendrían el stock de humanos.
La situación viene cambiando y aquel mandato imperativo puede comenzar a
perder vigencia.
Teníamos terminantemente prohibido ejercer la homosexualidad porque esta
opción sexual es estéril. Sin embargo, cada vez más, se aprueban leyes que
permiten esa posibilidad, al punto de igualarla con la heterosexualidad. En
muchos países llamamos, (escribo desde Argentina y Uruguay), matrimonio, tanto
a la unión entre dos personas de diferente sexo como a la unión entre dos
personas del mismo sexo.
Por lo tanto, ante el dato de que nuestra especie cuenta con una
cantidad de ejemplares que ahuyenta el fantasma de su extinción, ya no es
preciso conservar una reproducción intensiva y quienes deseen vivir juntos no
están presionados para tener por lo menos dos hijos.
Las futuras generaciones se beneficiarían si a las nuevas uniones ahora
les ordenáramos que no tengan hijos excepto que los deseen apasionadamente.
(Este es el Artículo Nº 2.050)
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