La cultura nos obstaculiza conocer nuestro real
valor económico porque se empeña en interpretar que siempre es una coima.
El valor de una mercadería o
de un servicio está determinado por su capacidad para satisfacer una necesidad
o un deseo.
Como en última instancia lo
único que nos importa es nuestra especie (porque tenemos la misión de
conservarla [1]), quizá convenga aceptar que el valor de un ser humano también
está determinado por su capacidad para satisfacer las necesidades y los deseos
de otros seres humanos.
Somos renuentes a mencionar la
idea de que las personas tenemos un valor económico. Quizá sintamos temor a ser
confundidos con una «cosa», con un «objeto».
Si no podemos abordar el tema de que tenemos un valor económico y de que
nos gustaría ser retribuidos en función de él, nuestras posibilidades de
negociar la participación en la riqueza planetaria están drásticamente
mermadas.
El criterio socialistas según el cual cada uno debería recibir lo que
necesita es notoriamente un ideal, es una de esas expresiones de deseo inútiles
que solo sirven para que los más necesitados e ingenuos posterguen
indefinidamente las acciones tendientes a recibir lo que se merecen.
Es indignante observar cómo tantas personas se conforman cuando algún
político populista le dice que está luchando por recuperarle eso a lo que aún
no ha accedido.
Los ciudadanos deberíamos encarar con realismo el valor económico que
merecemos, teniendo en cuenta eso que mencionaba al principio: la capacidad que
tenemos de satisfacer las necesidades y los deseos de otras personas.
La frase popular «Todo el mundo tiene su precio, solo falta saber cuál
es», es un obstáculo para valorarnos con realismo porque lo que en realidad
connota es «Todo el mundo es corrupto, solo hace falta conocer cuál es el monto
de las coimas que cobra».
(Este es el Artículo Nº 1.840)
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