La violencia contra la mujer es una consecuencia de su
incapacidad legal para abortar.
Es muy difícil hacer justicia en un colectivo
caracterizado por la incoherencia entre las normas de convivencia (legislación)
y las leyes naturales.
Cuando la naturaleza impone al ser humano un
instinto y la cultura legisla en su contra, nos enfrentamos a una flagrante
contravención. La ley cultural se vuelve naturalmente ilegal.
Razones de fuerza mayor nos imponen que estos
desajustes hayan existido, existan y estemos haciendo todo lo posible para que
nunca dejen de existir.
Parecería ser que todas las normas que
prohíban el daño físico, (herida, mutilación, muerte), a un semejante cuentan
con el aval de la naturaleza en cuanto a que esa legislación corrobora la
conservación de la especie y del individuo.
Sin embargo las normas sobre la propiedad
privada convalidan un conflicto que tiene la naturaleza consigo misma: los individuos
queremos tener el derecho a ser dueños de todo lo que necesitamos pero no
respetamos ese mismo derecho en otras personas.
El caso más dramático es el de la mujer
embarazada que desea abortar: ciertas corrientes filosóficas, compuestas por
personas, (predominantemente masculinas), que aman su derecho a la propiedad
privada, aplican su poder político para que esas mujeres no hagan uso del
derecho natural que deberían tener sobre su propio cuerpo.
Pero esta nefasta cancelación de un derecho
tan fundamental tiene otras consecuencias.
La violencia que se ejerce sobre las mujeres
se debe a que la sociedad, al prohibir que ellas puedan abortar, les está
faltando el respeto, las está convirtiendo en seres humanos de segunda
categoría, en animales destinados a la reproducción.
¿Quiénes son los abusadores, golpeadores y
violadores que perseguimos y castigamos? Aquellos que, al igual que los
moralistas, tampoco ven en ellas a personas sino a animales manoseables,
castigables, fornicables.
(Este es el Artículo Nº 2.107)
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