«Los hijos son una lotería», repetía Lucía, a quien quisiera escucharla y también sola, cuando se enfrentaba a los inquietantes cambios de humor de su única hija, Mariana.
Esta niña cantaba, encerrada en su dormitorio, al compás
de sus manos femeninas, grasientas y con uñas sucias.
La irritabilidad de los padres
y de los vecinos la obligó a forrar las paredes, techo y piso con cuadernos, a
modo de aislante acústico. Lo embadurnó todo con explosivo desatino.
Mariana amaba su propia voz.
Alcanzaba tonos tan graves y lúgubres como ninguna mujer podría lograrlos, pero
los perdía cuando era obligada a bañarse.
Según explicó un tío que sabía
de todo, al tensarse por el enojo, las cuerdas vocales abandonaban el timbre
grave para transformarse en un agudo violín que exasperaba a la muchacha
convirtiéndola en una enajenada.
«Los hijos son una lotería», repetía Lucía, aunque convencida de que
todos tenemos algo de nuestros ancestros, aunque segura de que todo se hereda
de alguien, aunque se lo ubique en una remota generación; pero esa voz
masculina en una niña, que por lo demás era tan femenina, no tenía antecedentes
ni en las familias de sus padres ni en la gran familia de la especie humana.
La esposa del tío sabelotodo le dijo a Lucía que el caso merecía ser
analizado por algún experto en canto. Los que fueron consultados prometieron
escuchar a Mariana, pero finalmente nunca hicieron alguna de las visitas
anunciadas.
Cuando Mariana tenía 16 años salió del dormitorio y, para sorpresa de
los padres, pidió champú, jabón, toalla, ropa limpia.
¿Qué estaba pasando? ¿Mariana quería bañarse? Parece que sí.
Con energía frenética, la muchacha puso en orden su caótico dormitorio y
se bañó. Recibió un mensaje en el celular, corrió a abrir la puerta e hizo
entrar a un muchacho pelirrojo, alto como ella, con un bajo eléctrico sin
funda. Encorvado, con los ojos ocultos tras la ensortijada cabellera.
Al pasar junto a los padres dejó saber que él tampoco usaba antisudoral.
Se encerraron en el dormitorio de Mariana y comenzaron a discutir con
fiereza. La voz más aguda de él la regañaba por el olor a champú. Los padres se
miraban. Los muchachos bajaron la gritería y comenzó la voz cavernosa de
Mariana, al compás de sus palmas y algunas notas del bajo.
Los padres seguían mirándose. La somnolencia se hizo presente en forma
incontrolable. Los párpados pesaban. Tomados de la mano para sostenerse
mutuamente se sentaron en un sofá que los acompañaba desde que eran novios.
Continuaron monótonas, la voz, las palmas, las notas graves. Continuaron
monótonas, la voz...
Los adultos se durmieron sentados: hombros que caían, manos que
colgaban, mentones que se hundían.
Bum, bum, bum, dong, dong, dong, pao, pao, pao, clap-clap, clap-clap,
clap-clap, el proceso onírico de los durmientes se desplegaba en recuerdos,
fiestas, sentimientos, risas, caricias, bum, bum, bum... Deliciosas fragancias,
primorosos inciensos, lavanda, rosas, violetas, jazmines, té, cedro, canela.
Bum, bum, bum, dong...
Lo grave y lúgubre es que la fetidez humana sueñe
con perfumes ideales.
(Este es el Artículo Nº 2.227)
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