Nunca me
gustaron los perros, excepto en fotografías.
Así es que,
con más de 40 años, vine a caer en una trampa del destino: Mi hermana, que me
cuidó con una devoción imposible de igualar cuando estuve 28 días internado con
algo que parecía cáncer, pero que un día se fue sin dejar rastros, tuvo que
viajar urgentemente a otro país y no tenía con quién dejar a su perra,
Dulcinea.
No podía
creer que justo a mí fuera a pasarme algo así. Hasta último momento estuve
esperando otra solución mágica como la del supuesto cáncer. Soñaba con que ella
me llamaría para decirme: «Joselo, quédate tranquilo que no tengo que viajar.
Igual te agradezco tu buena voluntad».
Esa llamada
nunca llegó y tuve que mudarme a su apartamento para cuidar a Dulcinea.
El escáner
olfativo que me practicó me pareció repugnante. Me sentí vejado por una manada
del malvivientes en el subte de Corea del Norte.
Mi hermana
no sabía de mi fobia a los perros, pero Dulcinea fue de lo primero que se
enteró y alguna constancia guardó en sus registros.
Traté de
poner mi mejor cara para que mi hermana se fuera tranquila, sobre todo por su
perra. Asumo que en la vida de ella yo era alguien de menor tamaño afectivo que
el animalito. Así son las cosas, conmigo y con todos quienes tienen estos
familiares de otra especie.
Me senté en
un sillón individual del comedor a mirar a Dulcinea, como si esa fuera la
postura que tendríamos ambos hasta que volviera la dueña de casa.
La perra me
miraba a mí y yo miraba a la perra.
Por ahí
levantó una oreja, vaya uno a saber por qué. Luego levantó la cabeza. Emitió un
ronquido casi inaudible, pero enseguida retomó la postura anterior.
Comencé a
mirar menos televisión porque esa postura ante Dulcinea me parecía más
interesante.
A los seis
días me di cuenta que algo había cambiado en mí, cuando al abrir la canilla del
lavatorio, sentí el olor del agua. Cuando fui a desayunar una taza de café,
también sentí el ahora muy intenso olor del azúcar... a pesar del aún más
fuerte olor del café.
Cuando
habían pasado once días de convivencia, sentía el olor del hierro debajo de la
pintura, el perfume de alguien que utilizaba el ascensor y el pestilente
comienzo de los vehículos madrugadores que circulaban 23 pisos más abajo de
donde estábamos.
Por fin
llegó mi hermana y cuando la vi la olí. Era el primer ser humano que veía desde
que se había ido. Su olor me produjo un sentimiento de amor que me provocó
lágrimas.
El regreso
a mi casa lo hice en un túnel de olores y sentimientos que no pude procesar
porque parecía que una mano enorme amasaba mis emociones con la violencia de un
panadero contrariado.
Antes de
entrar a mi casa, sentí el olor de mamá. Me di cuenta que la odiaba y que le
tuve fobia a los perros para no reconocerlo, para no reconocer que la odiaba.
(Este es el Artículo Nº 1.791)
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