La salud perfecta no existe. La medicina no puede hacer mucho con mínimos indicios. La obsesión es una patología.
Para cualquier ser humano, es más difícil «encontrar una aguja en un pajar» que «encontrar un clavo en un pajar».
Esta aseveración quizá no necesite muchas aclaraciones: entendiendo que un clavo es un objeto más grande que una aguja, su propio tamaño facilitará la tarea de hallarlo.
Agrego otra premisa redundante: los médicos son seres humanos.
El motivo de este artículo es comentar una situación que se nos presenta como problemática, capaz de ponernos en duda y —por todo esto— capaz de angustiarnos, aumentar nuestro estrés y quitarnos calidad de vida.
La medicina recomienda a todos quienes quieran escucharla, que lo mejor es acudir al médico ante cualquier malestar que nos llame la atención o ante la aparición de algún signo corporal nuevo.
Ese mensaje genérico que emite la medicina preventiva, lo interpretamos de diferente manera: algunos se olvidarán de él y otros lo tomarán como su principal misión en la vida. Entre medio de ambos extremos, se ubicarán todos los matices posibles.
Al retomar las premisas iniciales que refieren a que los seres humanos percibimos mejor las señales fuertes que la señales débiles, podemos avanzar hasta la hipótesis de que, cuando consultamos a nuestro congénere médico proporcionándole una señal muy débil, lo estamos obligando a realizar un gran esfuerzo para encontrar su causa y aventurar algún diagnóstico.
De más está decir que ese mayor trabajo para él, nos impondrá exponer a nuestro cuerpo a más cantidad de invasiones prospectivas (pinchazos, punciones, imagenología) y a más gastos monetarios.
El perfeccionismo aplicado a la salud puede salvar algunas vidas, pero habría que considerar que ningún ser vivo es idealmente perfecto y que la obsesión no deja de ser una patología del pensamiento.
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