Unos de mis primeros trabajos cuando vine a la capital para estudiar, me lo dieron para hacerme un favor.
En un enorme galpón, muy frío porque era invierno, tenía que doblar unos alambres con una máquina.
El trabajo debía hacerlo de noche, cuando los demás obreros se habían ido.
La iluminación era escasísima porque ahorraban energía eléctrica y sólo contemplaba la mínima visibilidad que requería el vigilante en sus esporádicas rondas.
Sentía lástima de mí, pero soñaba con todo lo que lograría cuando terminara los estudios y consiguiera una ocupación más rentable.
La emoción más fuerte la tuve el día de mi cumpleaños, porque el escenario (frío, penumbra, soledad), era exactamente lo opuesto al que tenía cuando vivía con mis padres.
Esa noche, los anhelos, promesas y hasta utopías, cobraron un vigor enorme.
Cuando tomé confianza en la tarea y con el vigilante, me animé a interrumpir la tarea para recorrer el resto de la planta.
Alguien me dijo ¡hola! con mucha simpatía.
Era una joven casi de mi edad, encargada de la limpieza de las oficinas y cuya jornada laboral comenzaba poco antes de mi salida.
Nos gustamos inmediatamente y ya el primer fin de semana fuimos a un parque de diversiones, a tomar y comer algo y sobre todo, a descargar las respectivas curiosidades.
Me contó que le gustaba limpiar porque todos los días se sentía muy útil, sentía que las oficinas tenían un antes y un después de ella, también encontraba cosas que la gente le agradecía con cartitas amorosas.
Estaba contenta con su protagonismo y su poder transformador.
— Mi padre también vive muy feliz —me contó—, aunque está viejito y achacoso. De madrugada reza para que salga el sol y el resto del día, dice que descansa.
Fue una suerte comenzar como doblador de alambres.
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