Este relato refiere a nuestras preocupaciones sobre
el origen de nuestra existencia individual y sobre la angustia que suelen
provocarnos los deseos sexuales de la adolescencia.
Cuando cumplí nueve años mis
padres se separaron. No hubo gritos, ni golpes, ni vidrios rotos, como en la
casa de mi novia. ¡Ella sí que pasó mal con el divorcio de sus padres!, aunque
es bueno reconocer que de a poco volvió la normalidad a su vida. Siempre me
dice que es mejor que los padres se separen antes de verlos, y sobre todo,
oírlos exhibiendo lo peor de la especie.
Aunque mis padres eran y son
buenos conmigo, no fue mucho lo que extrañé con la separación. Debo decir que
prefiero a mi mamá aunque no tengo nada que reprocharle a mi padre. Son dos
buenas personas, aunque mamá es increíblemente seductora. Con todos, no solo
conmigo.
Con sus 42 años, logra que los
hombres se den vuelta para mirarla, que devoren con los ojos los senos
vibrátiles, ni-grandes-ni-chicos. La cara es preciosa, divertida. Parece hablar
con la mirada, parece acariciar con la sonrisa, parece desfilar cuando camina.
Aunque prefiero vivir con ella
a vivir con mi padre, a veces tengo que escaparme al apartamento de mi novia
porque hay cosas que me cuestan soportar.
Cuando se divorció consiguió
un trabajo en el Instituto Nacional de Ópera, ubicado en un edificio suntuoso.
Ocupa, ella sola, una oficina principesca, llena de obras de arte, de alfombras
carísimas. La mesa escritorio es enorme y el sillón la convierte en una reina.
Sin embargo, desde hace unos
meses comenzaron a llegar a nuestro apartamento algunos señores de voces
llamativas, sonoras, graves, suaves, y con dicción impecable. Por algún defecto
en la construcción del edificio, los sonidos del dormitorio de mi mamá son
discretamente audibles desde el mío.
Sentí una oleada de calor en
la cara cuando oí el primer sonido de goce animal proferido por un barítono. A
mamá no se la oía pero fue entonces que huí abochornado al apartamento de mi
novia.
Cuando algo similar volvió a
ocurrir, busqué la oportunidad para establecer una rutina:
— Mamá, cuando pienses venir
con alguno de tus amigos, comentámelo así combinamos algo con mi novia y no
caigo en su casa sin avisar—. Estuvo de acuerdo aunque quiso saber la causa.
Alegué un motivo tan trivial y falso que ya lo olvidé.
En nuestras conversaciones
mencionaba mucho a un tenor y llegué a pensar que era su favorito. Me caía bien
ese hombre, quizá porque se parecía un poco a mi padre y otro poco a mí.
Todo anduvo bien hasta que el
acuerdo con mi madre fracasó por un olvido de ella.
Se ve que el tenor entró al
apartamento sin que yo lo sintiera. Ellos no se dieron cuenta que yo estaba en
mi dormitorio, y cuando salí de él para ir al baño, vi que el hombre,
arrodillado, le practicaba una fellatio a la que, hasta ese momento, creí que
era mi madre.
Ellos no se enteraron que los
vi. Entré nuevamente a mi dormitorio y lloré. Desde aquella increíble
revelación no paro de preguntarme. No paro de preguntarme una y otra vez. No
paro de preguntarme: ¿quiénes son en realidad mis padres biológicos?
(Este es el Artículo Nº 2.242)
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