Demografía: El suicidio masculino es otra forma de frenar el
crecimiento demográfico de una especie provista de una cantidad suficiente de
ejemplares.
jueves, 18 de junio de 2015
La síntesis de Mariana
Los hombres
y las mujeres nos necesitamos para algo más que para conservar la especie:
psicológicamente nos tomamos como un referente imprescindible. Nuestra
identidad está determinada por cómo nos sentimos respecto al otro sexo.
En este
relato, Mariana y Yolanda son dos amigas que llegan a una conclusión
interesante y original sobre cómo son los hombres.
— ¡Qué pregunta tan difícil,
Yolanda! Muchos creen que yo sé sobre ellos pero lo cierto es que estoy tan
desconcertada como todas...—dijo Mariana a su amiga.
— Tenemos que reconocer que tu
experiencia es superior a la nuestra. Casi nunca has estado sola; siempre salís
acompañada. Según nos contás, tenés que hacer un esfuerzo para no compartir tu
cama. Seguramente algo hacés para que ellos te deseen—, respondió Yolanda,
fundamentando así por qué trataba de aprender con Mariana.
— Comprendo que ustedes
piensen así, pero lo cierto es que yo no sé qué les pasa a los varones. Para
mí, los hombres son un karma. No sé bien qué es un karma pero me lo imagino
como una nube personal que te sigue a todos lados, que a veces te da sombra y
otras veces te da lluvia— explicó Mariana.
— Creo que te envidio. Con una
envidia buena, claro. Salgo, estudio, voy a lugares donde ellos están, pero
nada. Parece que soy transparente, insípida e inodora. Me miran pero no se me
acercan. Me arreglo como una diva, gasto hasta lo que no tengo en buena ropa,
calzado, peluquería, perfumes y lo único que logro es que mis amigas me digan
piropos—, respondió Yolanda, explicando, rezongando, quejándose. Un poco
desilusionada pero también un poco reivindicativa, como exigiendo un derecho,
como reclamando mayor justicia en un supuesto reparto de hombres.
Mariana estaba acostumbrada a
estos comentarios. Los había escuchado desde que iba al liceo, donde los
compañeros la buscaban y ella no sabía cómo estar un poco sola, sin tantos
comedidos, adulones, caballeros gentiles con ínfulas de inteligentes y
cancheros. Regalos, llamadas por teléfono.
— Mirá, Yolanda, los hombres
son unos bebitos grandes. Son niños tiernos que solo quieren a una madre que
los contenga, los mime, que los reciba nuevamente en su útero, aunque, por
razones de tamaño, eso solo pueda realizarse cuando se te meten dentro del
cuerpo. Con todos siento lo mismo: gozan intentando volver a anidarse en mi
útero, poniendo su pene entusiasmado en la vagina. Como suelen eyacular a poco
de comenzar el intento, se quedan sin la turgencia necesaria y se vuelven
indiferentes, como para disimular que estuvieron intentando volver a la vida
intrauterina—, le explicó Mariana a su amiga, asumiendo un tono de maestro
cansado de repetir siempre las mismas enseñanzas.
— Para mí no es como me decís.
Ellos quieren a una mujer de cabaret, quieren a una vedette, a una hembra
impresionante que los encandile. Les gusta lo espectacular, los grandes senos,
la mínima cintura, los glúteos bien formados, las piernas esculturales,
...—expuso Yolanda.
— Mirá que no es como pensás.
De hecho tu problema es que no conseguís compañía masculina. Ellos dicen que admiran a una vedette solo
porque no asumen que desean a una
madre que los trate como a un hijo. Si supieran que se excitan con quien les
recuerda a su mamá, se morirían de vergüenza. ¡No no lo quieren ni pensar! Por
eso simulan admirar a una mujer bien diferente a su madre, pero terminan
acostándose conmigo, que me parezco a quien los trajo al mundo.
— ¡No te puedo creer! Toda mi vida me han
dicho que soy divina, pero después ninguno concreta algo serio como me gustaría
a mí. Sin embargo vos, siempre tan sencilla para arreglarte, los terminás
echando y ellos se van haciendo pucheros o insistiendo para quedarse contigo—,
suspiró Yolanda.
— Los hombres que se comportan
como vos bien decís son niños inocentes que sueñan con ser unos «chicos malos», es
decir, son ingenuos que desearían ser tan traviesos como si fueran unos «hijos
de puta», y esa puta soy yo—, redondeó Mariana, haciendo una síntesis que la
sorprendió a ella misma.
(Este es el Artículo Nº 2.271)
●●●
¿Qué te ocurre, Mariana?
Quizá no sea la mejor elección que una mujer se prepare para
el trabajo como si fuera un varón. Esta decisión podría ser un error estimulado
por las feministas cuando se unen, sin quererlo, a los machistas. Es decir:
virilizar a la mujer podría ser un error de las feministas machistas.
— ¿Cómo podés decirme «No sé, papá», con
esa cara de tonta imperdonable?—, dijo Rodolfo, con el rostro fruncido por la
desilusión, la bronca y vaya uno a saber cuántos sentimientos más alojados en
su frustración.
— Sí, te entiendo, pero es la pura verdad. Ernesto me puede, es más fuerte que yo. Entiendo
que él dice tonterías, que aporta datos falsos con la certeza de un nobel, pero me fascina. Todo mi cuerpo
se derrite, se entrega—, respondió Mariana, tratando de calmar el desencanto de
su padre, compañero de toda la vida, educado, hombre masculino y viril,
ejemplar modelo de la especie y, sin embargo, tan diferente al varón que ella
eligió para padre de sus hijos.
El hombre la vio avergonzada, con la cabeza gacha, las manos
presionadas por las piernas, los pies mirándose y algo volcados, como
acompañando el duelo emocional que cursaba su dueña.
La carrera universitaria de la muchacha prometía grandes
cosas para ella, pero se atravesó este sujeto de lindas cejas, y todo se le
complicó. «¡Malditas hormonas!», gritaba desgarrado el interior de Rodolfo.
— Podés explicarme un poco más—, casi rogó el hombre,
desesperado por encontrar algo que calmara su dolor.
— Mamá me lo entendió. Es cosa de mujeres...—, comenzó a
explicar la muchacha.
— Es cosa de mujeres y de hombres, porque acá el problema es
cómo te deterioraste cuando apareció este pobre diablo...—, saltó el padre,
desbordado por la ineficacia de las explicaciones que imaginaba de su hija.
— No es un pobre diablo, papá. Ernesto es trabajador, hace
lo que puede, ...—continuó Mariana, nerviosa porque Rodolfo se notaba cada vez
más irritado.
— Sí, claro, “hace lo que puede”, “hace lo que puede”, que
es poco y nada. Al menos si lo comparamos con lo que vos podés hacer. ¿Cómo se
te ocurre juntarte con alguien que no llega ni a la suela de tus zapatos?—,
exclamó casi gritando.
La joven suspiró, sin levantar la vista, sin liberar las
manos, sin enderezar los pies. Esta situación parecía no tener salida. El padre
tenía razón: Ernesto era, objetivamente, un muchacho de muy pocas luces,
definitivamente inculto, empleado en una tarea de baja calificación y peor
remuneración. ¿Tendrían que vivir con el sueldo de ella? «¿Qué me está
pasando?», se preguntaba, solidarizándose con el papá idolatrado, su dios
personal, el monumento más importante de su poblado intelecto.
Para demostrar su habilidad en la parrilla, Ernesto se
invitó a comer un asado comprado por ella.
En la barbacoa, comenzó el mortificante espectáculo de un
muchacho que se siente el rey de la creación, la incondicional enamorada y el
testigo resentido, como un pollo mojado, tratando de que su salvaje sed de
justicia no tomara por el cuello al impostor.
El asador, mientras encendía el fuego, les «enseñó» al padre
y a la hija la verdad del fútbol, qué debe saberse, qué no sabe la gente.
Mariana, embobada, le hacía preguntas insólitas y Rodolfo se
decía «¡No puede ser!», «¡no puede ser!», «esta no es mi hija». «¿Qué hice
mal?».
Para su sorpresa, el padre empezó a sentir que la situación
se ponía excesivamente erótica entre los jóvenes. La actitud de la muchacha
parecía al borde de la locura; el novio, entusiasmado, aumentaba el alarde de
conocimiento; el suegro sintió necesidad de irse, y así lo hizo a grandes
zancadas.
Incapaz de controlar su cuerpo, ella se hizo penetrar.
Incendiados por Mariana, los jóvenes se unieron como leños y se devoraron.
Más desorientado que antes, el padre se vio masturbándose
con la misma urgencia sexual que sintió su hija.
(Este es el Artículo Nº 2.267)
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