jueves, 5 de marzo de 2015

Mariana en una tarea insólita





Este relato considera al ser humano con un funcionamiento distinto al conocido. Según esta forma de ver la realidad lo único importante es conservar la especie, la función principal es la sexualidad y el sexo fundamental es el femenino.

Ararat y sus cinco hijos volvieron a la casa, cabizbajos, llevados por zapatos que reptaban.

Cuando entraron, el corpulento armenio sintió que algo andaba mal en su cuerpo. El mayor se apretujó con los otros cuatro. Cuando llegaron al dormitorio, se desencadenó una tormenta de llanto convulsivo. Los niños se apretaron aún más.

El hombre, tirado boca abajo se sacudía por los espasmos del dolor. Habían enterrado a la esposa y madre de los niños. No estaba en la casa. No estaba en la cama. No estaba en la familia.

La angustia los envolvió a los seis, pero el llanto del más pequeño era diferente. Sus hermanos lo notaron, pero seguían ahogados en el dolor.

El hombre giró y quedó sentado, secándose los ojos. Pudo ver que el más chico extrañaba a la madre pero, más que eso, lloraba de hambre.

Como un resorte, el corpulento viudo se paró de un salto. Con la manga de la camisa volvió a secarse los ojos. Miró a los niños, ahora con más nitidez y en pocas zancadas se dirigió a la cocina. En minutos se sintieron los primeros aromas de cebolla frita, morrón, especias. El ruido del extractor de aire, platos, cubiertos. Pequeñas puertas que se abren y se cierran. El más pequeño dejó de llorar y los otros también calmaron el duelo.

Comieron con voracidad. La saciedad les cambió el ánimo y pudieron recordar a Noyemi viva, con sus cambios de humor, su incansable trajinar, la tos cargada de flemas, el cigarro humeante.

Ararat sintió que la imagen de la única mujer de la casa se agrandaba en su recuerdo. Miró las chancletas que asomaban debajo del aparador y estuvo a punto de no poder controlar otro ahogo de dolor.

Los niños se organizaron. Los seis se fueron a sus camas.

— Mañana será otro día—, pensó el hombre y así fue.

Temprano, antes de las 9:00, tocaron a la puerta. Ararat abrió y ahí estaba una mujer desconocida que lo miró como si lo conociera.

— Noyemi me dijo que viniera a ayudarte—, dijo la joven con naturalidad.

Ararat, temeroso de los fenómenos sobrenaturales, sintió un escalofrío en la espalda.

— Explíquese—, interpeló el hombre, esforzándose para que su voz no se aflautara por el miedo.

— Noyemi y yo sabemos cosas que la mayoría no sabe. Cuando supo que se moría, nos pusimos de acuerdo para que te ofreciera mi ayuda. Si me aceptás, tendrás que darme de comer a mí y a mi hijo y permitirnos ocupar el galponcito que tenés en el terreno del fondo.

La mujer le inspiró confianza a Ararat, pero sobre todo le estaba ofreciendo algo que necesitaba.

— Está bien—, dijo el hombre. — ¿Cuándo quiere empezar?— concretó.

— Traeré algunas cosas personales y las de mi hijo, para empezar a vivir acá.

Con el correr de los días, Mariana, así se llama la colaboradora, se integró a las tareas que habitualmente desempeñaba Noyemi. No hizo preguntas. Sabía dónde estaba cada cosa y hacía la misma comida que la fallecida. Sin diferencia alguna. Solo cambió el aire de la casa porque Mariana no fumaba.

Un día, pasados tres o cuatro años, Ararat la vio parada en la puerta de salida, con su hijo y un atado similar al que había traído cuando vino a quedarse.

— ¿Qué pasa?—, preguntó el hombre.

— Me voy. Discutimos con Noyemi porque me enamoré de vos y ella no quiere que te use. Mañana viene otra amiga de tu mujer. No te va a faltar nada. Chau—, y empujó al niño para que saludara al armenio.

Al día siguiente, antes de las 9:00, tocaron a la puerta. Ararat abrió y ahí estaba una mujer desconocida que lo miró como si lo conociera. Sin mediar palabra, entró acompañada por un hombre.

Ambos se instalaron en el galponcito del fondo.

(Este es el Artículo Nº 2.256)